Primera entrega // (not so) great scott: sobre la etapa de scott snyder en batman
Por Luis Reséndiz
Un hilo de luz pálida se filtra por mi ventana. Aterriza en el escritorio. Ilumina con timidez una figura del personaje sobre el que intento escribir. No es una casualidad inédita: el estudio está lleno de parafernalia de ese personaje. De pronto, recuerdo.
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Un hilo de luz pálida se filtra por la ventana. Afuera, barrotes: prisión paterna. Tengo cuatro años y este momento será largamente olvidado. Contemplo el patio del condominio donde vivo con mis padres. En medio, una alberca: años después, mi madre contará regocijada cómo la cruzaba a nado cuando era pequeño. Tampoco lo recordaré.
Mi vecino, un niño casi adolescente, asoma su rostro por los barrotes. Me mira, sonriente. Escarba en el bolsillo de su pantalón y extrae un trozo de plástico negro. «Ten», me dice. Extiende el brazo, mete la mano entre los barrotes y deposita el juguete —ahora es un juguete; adquirió esa forma como si el trayecto del bolsillo a la ventana hubiera operado cierta alquimia sobre él— en mi mano. Sonríe de nuevo. «Te lo regalo», remata, y se va, libre, paseando la mano por el aire en señal de despedida. Un hilo de luz pálida se filtra por la ventana y aterriza en mi mano. Abro la palma y miro el regalo. Es la figura de un hombre con una silueta de murciélago en el pecho. Corro a colocarla en mi caja de juguetes.
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Me pidieron escribir un ensayo acerca de la etapa de Scott Snyder y Greg Capullo en Batman y, al mismo tiempo, sobre mi relación con el personaje. Pensé que sería fácil. A fin de cuentas, la etapa de Snyder y Capullo —indiscutiblemente, la más exitosa de New 52, al menos en esa inevitable conjunción entre lo creativo y lo económico que rige el mundo de la industria cultural— inició cuando yo tenía unos 22 o 23 años, tenía ya un ingreso fijo y vivía en una ciudad, entonces el DF, con una oferta puntualísima de comics importados. Atrás había quedado la desbalagada etapa de Editorial Vid, que durante años fue la única manera de conseguir comics en español, publicados de manera regular y más o menos sincronizados con lo que se publicaba en Estados Unidos. Es decir: la etapa de Scott Snyder y Greg Capullo en Batman —marcada por ser la primera vez en que el título detuvo su numeración, que sobrepasaba ya el número #700, en favor de empezar de nuevo desde el #1— es la etapa que se sincroniza con aquello que mal que bien he llamado mi adultez. Nada más sencillo, ¿no?
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Scott Snyder tomó los guiones de Batman después de una fase convulsa y genial para el personaje. Grant Morrison prácticamente acababa de salir del título —llegó a escribir, ¡al mismo tiempo que Snyder!, en el segundo volumen de Batman, Inc—. Y todos sabemos lo que significó Grant Morrison para Batman. Morrison fue un creador summa. No solo mató a Batman y le otorgó el manto a Dick Grayson, el primer Robin —algo que ya había ocurrido, en Prodigal, aquella saga de 1997, que poseo en su edición mexicana en Vid—; no solo creó a Damian Wayne y lo hizo Robin —aunque Damian ya existía, o al menos existía una versión suya, la de Son of the demon de 1987—; tampoco se limitó a revitalizar a Batwoman —que apareció como una respuesta “femenina” a Batman en 1956, usando armas como (esto es totalmente en serio) lápices labiales o redes para cabello modificadas para la batalla—. Morrison no solo retomó esas cosas, no: Morrison escarbó en Batman y en Bruce Wayne y encontró su definición, su locura primigenia; Morrison vio a Bruce como lo que es: un demente con delirios fascistas, un demente carismático si se quiere, genial si me apuran, pero demente a fin de cuentas, y vio a Batman como lo que es: una marca registrada, una presencia comercial que extiende sus redes alrededor del mundo. Morrison lo vio y no se alejó caminando y para siempre de esa esencia, de esa ideología que podría parecer nociva y ajena y horrenda, como lo hizo Alan Moore, sino que la enfrentó, la subvirtió hasta convertirla en Batman & Robin y Batman, Inc. Scott Snyder, decía, tomó los guiones de Batman después de esta etapa, y su trabajo era crear algo que los fans y los lectores compraran sin botar el título y, al mismo tiempo, algo que cumpliera ciertos estándares creativos asociados a Batman, al título principal del personaje. Y puedo entender por qué esa es la peor y la mejor situación para hacerse cargo de un personaje de ese calibre.
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Sé de gente que repudia —a veces con muy buenas razones— la estancia de Snyder en Batman. Entre otras cosas, aducen que el apabullante rediseño del personaje que hizo Greg Capullo está al servicio de historias que no le hacen justicia. También he escuchado quien se queja de lo grim and gritty de su estancia —algo que no comparto particularmente, o que no alcanzo a ver del todo—, o la notoria aspiración a crear una «obra maestra», una saga seminal en el canon del personaje. Puedo entender algunas de esas aseveraciones. Lo cierto es que esa sensación de grandilocuencia sí existe, y en general Snyder fue incapaz de quitársela de encima, quizá porque no supo o no quiso hacerlo. Es posible percibirla desde ciertos ángulos: el uso de la continuidad retroactiva en The court of owls —con ese Lincoln March, vaya nombre, que se revela como un hermano perdido de Bruce, reconfigurando toda la imagen del papel que teníamos de Pa y Ma Wayne—, o ese ánimo por reescribir la historia secreta de Gotham en Gates of Gotham/City of owls —la magnitud de la Corte de los búhos, en realidad, demerita bastante el título de «El detective más grande del mundo» que ostenta Batman: ¿cómo se oculta una sociedad secreta de esos tamaños bajo las narices de un presunto buen detective durante tanto tiempo?—, o los títulos de Death of the family —esa referencia en esteroides a A death in the family, ese cambio mentirosísimo y tramposo que implica que todo está perdido para que, en realidad, ni nadie se muera ni casi nada se pierda— y Zero Year —con su afán de ponerse antes de Year One, y además, con la osadía de reescribir La aventura del sindicato químico de Detective Comics #27, la primerísima aventura de Batman—. Podría seguir con Endgame —que fue todo menos un “final de partida”— o con Superheavy —que se anima, al fin, a quitarle el manto a Bruce nomás para resucitar la idea de Batman metiendo a Jim Gordon en un traje onda Iron Man—. Vaya: lo que estoy tratando de decir con todo esto es que sí, que la estancia de Scott Snyder y Greg Capullo en Batman tiene sus contras, algunos de ellos bastante desagradables —¡Alfred abofeteando a Bruce!—, y que estos contras tienen que ver, a veces, con el pisoteo involuntario pero pisoteo al fin de muchas cosas que considerábamos sacras en el canon de Batman.
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Tengo la etapa de Scott Snyder en Batman en varios formatos. La tengo en números sueltos, en inglés —me la vendió un buen amigo que la había coleccionado desde el principio, con lo que completé mi colección—; en números sueltos, también, en español —la compré desde el principio: me emocionaba sobremanera que existiera un DC México—, y tengo varias portadas variantes consecutivas de esos números sueltos, en español e inglés, y varios compilados de esa serie, en español e inglés, de nuevo. ¿Por qué? No lo sé. Por amor a lo material, quizá. Pero me resulta difícil justificarlo solo de esa forma. El coleccionismo es un motor que, sí, se entronca con los intereses del gran capital, qué hacerle, pero en el que también se puede encontrar algo de detectivesco y algo de nostalgia. El coleccionista —y en el caso de Batman y algunas pocas cosas más me asumo como tal— vagabundea en lugares insospechados —ahora, gracias al internet, del mundo físico y del digital— en busca de piezas que encajen en aquel rompecabezas súbito que es la colección. Y lo hace impulsado por esas ganas de poseer físicamente algo. Esas ganas, sobra decirlo, están condenadas al fracaso. Porque nuestro propio paso por el mundo es efímero. Acumulamos para olvidar que nos iremos pronto. Muchas religiones pugnan por dejar ir, por soltar. Supongo que es un deseo legítimo, pero encuentro imposible conectar con él. Hoy, ahora, quizá por neurosis, yo encuentro reconfortante mirar a mi biblioteca y ver ahí, acomodados según orden cronológico y canónico, múltiples historias de Batman y sus aliados. Quizá algún día, también, aprenda a dejar de sentir cierta culpa por ese afecto.
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De niño acudí con inducido fervor a la iglesia de mi madre. Iglesia Evangélica Presbiteriana “El Mesías”. Todas las iniciales en mayúsculas. En esa iglesia se me inculcaron ciertos temores y ciertos respetos. Digamos: temor a Dios, al infierno, al Diablo, aversión a las figuras de santos, terror indescriptible hacia cualquier cosa que mancille a La Biblia, ligero rechazo hacia las escenas de desnudos en las películas, temor reverencial a La Muerte. Esas son algunas: hay otras de las que me desprendí con mayor facilidad y otras que me costaron más trabajo. El caso es que todo esto se derrumbó la primera vez que vi Neon Genesis Evangelion. Iba en la primaria, creo. Hasta entonces no cuestionaba o no sabía cuestionar la estructura religiosa —más de allá de la consabida pereza infinita de levantarme y vestirme “formal” los domingos en la mañana—; lo que se decía en la iglesia era una especie de ley no escrita —divina, además, lo que le otorgaba mayor potencia, algo que me desconcierta en perspectiva: matar es malo para quién sabe cuánta gente no porque sea un acto aberrante desde un punto de vista moral o ético sino porque Dios dice que está mal: vaya cosa—. Evangelion cambió eso. En Evangelion encontré una relectura híper heterodoxa de los mitos bíblicos. Más aun, Evangelion me enseñó que la relectura híper heterodoxa de eso que uno asume como sacro también puede conllevar logros estéticos, y que esos logros dialogan con otras obras y otras interpretaciones de esas obras. Evangelion, pues, fue mi «el texto es un tejido de citas» antes de que Barthes siquiera se asomara en mi firmamento. Y creo que voy a pararme en ese sitio para defender a Scott Snyder, Greg Capullo y su Batman. No por sus logros —que tampoco me parecen despreciables: la Corte de los búhos, pese a su total inverosimilitud, me parece una creación entrañable; la relectura del #27 de Detective Comics, aunque herética, me voló la cabeza en su momento; la idea del Joker (idea prestada de It de Stephen King, por cierto) como un demonio inmortal me parece atinadísima, y Rookie y Mr. Bloom sí entran en mi canon personal de Batman—, sino porque, un poco como una respuesta parricida a Morrison, Snyder se atrevió a hurgar no para recuperar lo olvidado sino para romper, para graffitear en la historia de un personaje. Y ese graffiti, aunque irregular, contiene trazos que ameritan leerse con detenimiento.
Luis Reséndiz (México, 1988) es crítico cinematográfico y ensayista. Su primer libro, Insular, fue publicado en México por Cuadrivio. Su segundo libro, Cinécdoque, aparecerá en algún momento de 2016.