Por Laura Vazquez
Los dibujos de Ibn Al Rabin parecen emular las figuras fantasmales de un viejo Pac Man, ese videojuego arcade que nos volvió hiperquinéticos a los niñitos de los ochenta y que hoy persiste apenas en su lavada versión hipsteriana. Tatuajes retro, pins, calcos o remeras estampadas nos recuerdan que el ícono en forma de pizza con una porción faltante, alguna vez tuvo una funcionalidad en la industria del ocio electrónico haciendo explotar los joysticks hogareños. Para los más sociales e intrépidos, la felicidad consistía en tener suficientes fichines en los bolsillos un sábado que se haría domingo y que nos regresaría a casa como orgullosos campeones o derrotados losers. En esos antros en los que nos agolpábamos los players sin distinciones de género, de edad o clase te convertías en zombie y hasta tocabas el cielo con las manos.
Es que, además, el popular comecocos tenía un plus para los pibes de los ochenta: podía ser jugado por nosotras: las chicas. Quizá fue uno de los primeros videojuegos feministas avant la lettre que rompió las barreras de los nenes en el potrero del barrio jugando a los autitos y las nenas peinando muñecas y haciendo “la comiditaʼʼ. Con el Pac Man todos nos revolcabamos (o no exactamente) en una furiosa lucha pugilistica en la que no ganaba el brazo del más fuerte sino el del más habilidoso. Y la victoria, por supuesto, como ocurre con la mayoría de los videojuegos (lectores, seamos sinceros, tampoco la pavada) implicaba algo de estrategia pero especialmente de tiempo inmerso/sumergido (“horas hombre”) en el mundo subte de lo virtual.
Como sabrán, la meta suponía atravesar un recorrido laberíntico sorteando fantasmas para tragar puntos con la boca voraz de un hombrecito comilón. Lamentablemente y de manera inversamente proporcional a lo que ocurre en la vida, las dificultades aumentaban a medida que se pasaba de pantalla. El juego fue creado por la empresa Namco y estuvo diseñado por Toru Iwatani. Y como en la mejor escuela de adiestramiento japonés aprendimos a identificar patrones y secuencias (por ejemplo, la velocidad o el reconocimiento de los colores y las formas) y hacer del tiempo y del espacio una variable de medición y cálculo virtual en la pantalla.
No sé si el dibujante de La vuelta descremada alguna vez jugó estos a videos (nació en el ‘75 así que tiene la edad justa para haber disfrutado de los años dorados del medio), si acaso le interesan o si Suiza es el único territorio ajeno a la globalización del faking Pac Man. Y sin embargo, el lenguaje de los monitores parece filtrarse en esos cubos-viñetas cuasi perfectos que reproducen celdas tan arbitrarias como fortuitas.
De hecho, en lugar de globos de diálogo muchas veces los textos aparecen “cableados” y conectados al cuadro principal a la manera de un sistema operativo que recibe información, la procesa y la administra en interfaz. En este sentido, el libro de IBN (su firma curiosamente se asemeja a las siglas de IBM, la empresa multinacional que fabrica y comercializa hardware y software para computadoras) parece trabajar con la idea de las pantallas móviles, las plataformas interactivas y las viñetas usadas como un juego de encastre de Tetris. Como si la hoja de papel tuviese las posibilidades “ilimitadas” de una pantalla rizomática los cubos de Al Rabin dislocan la linealidad y temporalidad de la escena y del relato. En este sentido, trabaja en sistema y elabora a partir de estructuras formales el azar de su experimentación.
Pero por supuesto (y esta es la lectura más obvia) que este libro expone una serie de ejercicios extensivos a toda una corriente de historieta formal que reniega de la figuración puramente narrativa y realiza su apuesta por los mecanismos, dinámicas y posibilidades del lenguaje historietístico. Este enfoque ha sido explorado por el movimiento OuBaPo (acrónimo de Ouvroir de Bande Dessinée Potentielle), en sus planteamientos de técnicas disruptivas tanto en la dimensión de la composición estética (radicalización de las formas) como en la del montaje espacial y temporal de la narración. El límite, por lo tanto, funciona como premisa de posibilidad: la creación procede no del caos sino del impedimento o proscripción del lenguaje. Es evidente que Al Rabin es un oubapiano puro. Todo está allí como arsenal del juego de un laboratorio de ideas: reiteraciones icónicas, reinterpretaciones lúdicas y transpositivas, ruptura de la grilla fija y lectura aleatoria, constricciones plásticas o estéticas, etc.
El taller de historietas potenciales fundado a principios de la década del noventa y que tuvo al teórico y crítico Thierry Groensteen entre sus máximos cultores busca liberar al lenguaje de sus restricciones formales, y siguiendo ese derrotero de eclosión y transformación del sistema, transita la obra de Al Rabin. En definitiva, la novedad viene y vendrá tras la demolición y ruptura de los preceptos pasados. Y si la experimentación conlleva la desacralización de lo instituido, en ese sentido, también, reporta la muerte. Me pregunto ¿serán los zombies que “respiran” en la nuca de lo nuevo los antepasados del arte que se resiste a morir?
Aparentemente, la palabra Pac Man proviene de la onomatopeya japonesa “paku”, ese sonido que se produce al abrir y cerrar la boca. Pero en esta novela gráfica los zombis no sólo pueden hablar sino que razonan y buscan quebrar las reglas de la sociedad. En el mundo virtual y en una visión paralela al mejor estilo Matrix, se resistirían a engullir fantasmas o a seguir las celdas preestablecidas por el juego y el deseo de sus jugadores. Si en el lenguaje cibérnico a las computadoras desprotegidas se las llama zombis, los muertos vivos que dibuja el autor invaden como troyanos poniendo en riesgo el vulnerable sistema de lo permitido. De allí que los pacman resucitados por el autor vienen a poner en tensión cierta moral del juego. Porque no nos engañemos: aún los fanáticos podemos advertir que la verdadera misión del Pac Man era desear toda tu vida saber qué pasaba más allá del Nivel 256. Aunque, por supuesto, eso era competencia de Dios en las alturas y de los bits y el glitch en la tierra.
Pero además de emular los íconos de la industria y las representaciones esquemáticas de los emoticones que cambiaron la cultura de masas de los años ochenta (el famoso logotipo del smiley), la estética de este dibujo minimalista es compatible con las líneas de forma clara del diseño gráfico alemán de los años veinte, la escuela del ascetismo ornamental de la Bauhaus, el uso racional de símbolos universales y fácilmente reconocibles de las escuelas publicitarias, e incluso aún podemos relacionar su trazado con la impronta de la señalética (el hombrecillo del semáforo diseñado por Anneliese Wegner), ese ícono devenido en símbolo de la cultura popular y cosmopolita berlinesa.
En definitiva, el procedimiento estilístico del dibujo (personajes, cartuchos de texto, composición de la puesta en página, narración gráfica) de Al Rabin respira el humus cultural de la comunicación gráfica moderna. Posee una técnica que reniega de la técnica (en rigor, del academicismo técnico) mixturando tradiciones, herencias y estilos de época disímiles entre sí y aún contrapuestos. A primera vista, la impresión es que importa más el código genérico y la estrategia de comunicación (el “golpe de efecto”) que las contingencias estilísticas del relato y el virtuosismo de la representación. Pero esa lectura, por supuesto, lleva implícita una visión reduccionista y equívoca del arte. No necesariamente limitar o reducir el elemento visual/icónico supone falta de experticia plástica, por el contrario, se trata de una búsqueda en lo formal en donde menos es más.
Asimismo, la carita smiley antropoforma tan cara al lenguaje historietístico nos recuerda las fórmulas con las que opera Scott McCloud (uno de los vértices de su pirámide teórica en el ya clásico Cómo se hace un cómic) para elaborar su lectura sobre lo icónico y lo verbal (ojo de punto y boca de línea) en la historieta y el “efecto de la máscara” para construir narraciones tipificadas universalmente. Es en este sentido, que los zombies dibujados de Al Rabin pierden toda identidad como personajes y simultaneamente, las abrazan todas.
Siguiendo con el tópico, para los que leyeron Watchmen (1986) la serie de cómic de Alan Moore y David Gibbons o tengan en mente cualquiera de las múltiples reversiones realizadas por la cultura de masas del símbolo comercial ejemplar de los ochenta, acaso el dibujo del autor permita entrever la contracara (o mejor dicho, la visión trágica y burlona) de esa felicidad edulcorada del happy life. Una suerte de signo que se vuelve mueca, se desarma, se pudre por dentro y se ríe, finalmente, a carcajadas de sí mismo.
Otra posible lectura nos podría indicar que los zombies de La vuelta descremada simbolizan el futuro imperfecto de los adolescentes que fuimos lobotomizados en las mecas malolientes en las que definíamos nuestra magra sociabilidad. Sin coordinación motora, irritables, somnolientos, desmotivados y muchas veces catalogados con diagnósticos que abarcaban desde la ansiedad, la depresión o en los casos extremos el TDAH nos sometían a pruebas arbitrarias, castigos y restricciones para superar esa aparente adicción a la maquinita y a los golpes de palanca. Quién sabe qué fibra de nuestra calienturienta pubertad se movía al oír la fricción monótona en los flippers al ritmo del Insert Coin. Dabámos todo a cambio de nada y el Planeta Babia como solían decir los mayores para amedrentarnos se había convertido de pronto en nuestra Disneylandia del subdesarrollo.
Las tentativas siempre resultaban infructuosas: el Pac-Man había llegado para “comernos” el cerebro. Antes que un ardid de mercado que brotó como la lepra en los años de la primavera democrática alfonsinista, los videojuegos representaron una revolución en casa para quienes no teníamos la edad suficiente para interesarnos (no entonces) por los recientes setentas pero entendíamos lo suficiente como para saber que la violencia había estado en otra parte antes que en nuestras estúpidas consolas y precarios monitores. Por esas paradojas históricas (o más bien a contrapelo de tesis intelectuales) en tiempos del destape cultural y de la reapertura del espacio público algunos pre-adolescentes, nos quedabamos en nuestros cuartos o nos reuníamos en salones de videos en los que jamás entraba el sol.
La edición argentina del libro está hermosamente realizada por el sello independiente Burlesque en 2015 y con traducción acriollada de Cecilia Salguero sin la cual parte del sentido de esta novela gráfica perdería su apuesta original. En efecto, la intromisión de un lenguaje porteño coloquial quizá sea el único rasgo que “humaniza” a los personajes iconizados. A la manera de una road movie en donde la trama importa menos que su satirización, los capítulos van hilando situaciones absurdas y dislocadas. Por ejemplo, los zombies se infiltran en un set de rodaje fílmico, se presentan a una entrevista televisiva o irrumpen en una conferencia de prensa gubernamental. Sólo son rechazados por los humanos cuando sus miembros putrefactos caen al piso o los chinchulines (palabra que el dibujante busca asociar tanto al placer como a lo abyecto) se desparraman por el piso.
Reversionada en su giro pop la tragedia shakespeariana del soñador escandinavo, retorna en su voluntad de muerte y desolación. Sobre el escenario fantasmágorico de un fondo blanco de cajas negras, el zombie Hamlet de Al Rabin se debate entre soliloquios, juegos de palabras y un exasperante escepticismo. Las partes del cuerpo desencajan en la estructura y el personaje se arma y desarma como si se tratara de un muñeco articulado: manos, pies, brazos o la cabeza son intercambiados y separados del tronco a la manera transformers. Teatro dentro del teatro, historieta dentro de la historieta, la historia trabaja sobre los restos de nuestra memoria adolescente. Ahí está todo: imágenes de groguis sedientos, parques de diversiones gore de muertos despedazados, morbidos regresos creepy, cintas de Halloween calientes, aparecidos y mordedores, white walkers, zombies vudú, todo clase de infectados y desde luego, canibalismos y resurreciones de ultratumba.
Antes que las populares transposiciones de las series norteamericanas (The Walking Dead, American Horror Story), el drama del púber zombi y conflictuado de la británica In the Flesh o la distinguida apuesta de televisión francesa Les Revenants, la historieta recupera toda esa imaginería de carnes ávidas de sangre, sexo y rock and rol de cine clase B de nuestra primera juventud. Y coronando el fondo de este escenario cadáverico, el sensual Thriller de los ochenta nos recuerda que Michael sigue vivo.
Y sin embargo, ese repertorio de caras felices con tan poco de nuestra tierna y patética mocedad es puesto en crisis al poner en descubierto el reverso de lo que brilla. “Los emoticones” de Al Rabin no son amarillos sino que están compuestos sobre manchas informes de color negro (semejantes a unos monigotes cubiertos con brea) realizadas a mano alzada con marcador. La mano que dibuja, es tan precisa como temblorosa y deja ver las huellas de un pulso que presiona (a veces con fuerza y determinación, otras con ligereza y línea apurada) la punta de la fibra de trazo grueso. En el prólogo a su publicación argentina el autor (en español, idioma que domina con audacia) nos relata algunas de las peripecias de su primogénita edición francesa:
“Me llamo IBN Al Rabin y como lo indica mi nombre soy suizo verdadero, de Ginebra, con papeles en orden, pero con otro nombre que no voy a desvelar porque soy tímido al nivel administrativo. En 2002, aprovechando de mi juventud llena de energía al pedo y la potencia del franco suizo, que te permite comprarte pueblos enteros (con dique incluido) por el precio de tres chinchulines ginebrinos, viajamos con mi amigo David en auto desde Suiza a la India (…) Ocurre que terminamos pasando bastante tiempo en los hoteles locales en los cuales dibujé la historieta contenida en este libro. Todo fue hecho con fibras baratas en cuadernos que compraba en el momento. Ese material se volvía cada vez de peor calidad a medida que avanzaba el viaje, de puro amarrete porque tampoco la pavada con el franco suizo….”. (Al Rabin, 2015: 3)
Narra, entonces, que en 2002 la editorial Atrabile (Ginebra) emprendió una suerte empresa curatorial con el material escaneando páginas, limpiando los papeles reciclados y haciendo posible la recuperación de una obra destinada al desecho. Los cuerpos en putrefacción de los personajes parecen querer fundirse con el propio soporte de su encarnadura. Las fibras reutilizadas y los papeles en descomposición con los que el autor realizó el trabajo sólo pueden seguir siendo (seguir existiendo) gracias a la reproducción editorial que preservó esos papeles en desaparición. El libro, contiene por lo tanto y de alguna manera la presencia de una ausencia: es la prueba de existencia o la fortuna de una obra determinada por el circuito del azar.
Militante de la micro edición, Ibn Al Rabin nació como Mathieu Baillif. Desde el cambio de siglo es uno de los representantes de la historieta francófona publicando en numerosas editoriales de la llamada Nouvelle BD. En 2003 fundó junto a Alex Baladi y Andreas Kündig La Fabrique des Fanzines, una experiencia de producción fabril de historietas en vivo en la que el ritmo de producción plantea un esquema de realización a contracorriente de la línea esteticista de la experimentación de las vanguardias gráficas de la bande dessinée y en evidente oposición a la industria editorial francesa de grandes títulos, serializada y comercial.
A partir de una concepción cooperativista y cuentapropista del arte (en la que el productor y el consumidor son intercambiables entre sí), las historietas de La Fábrica de Fanzines proponen una lógica que es a su vez de hechura y descomposición: como si se tratara de la resurrección o regeneración de la materia en el mundo gráfico de Al Rabin todo se recicla y se reconvierte. La ceniza antes de ser polvo, cobra vida acaso dos veces: finalizado su periodo de durabilidad en la industria, el papel se reutiliza, nada se desperdicia y los sobrantes y desechos se recuperan en cíclico movimiento: no importa la “vida útil” del producto porque el objetivo de los fanzines es la de ser consumidos, descartados y vueltos a confeccionar.
Miembro del colectivo de dibujantes francobelgas que en la década del ochenta hizo de la autoprofesionalización y del Do It Yourself! una apuesta tanto de mercado contracultural como de posición artística, de la escuela francesa de BD alternativa fundada por L’Association, de la resistencia al reinado de los álbumes costosos y “de lujo” y cultor de los formatos artesanales propios de la lógica del emprendedor, Al Rabin parece saber que el éxito reside más en la sociabilidad, legitimidad y reconocimiento que le provee cierto circuito under de pares, críticos y lectores afines que en la especulación por las ponderadas regalias o la veneración de los premios al estilo Angoulême.
La vuelta descremada editada por Burlesque en coedición junto a 2D da cuenta de la afinidad estética, temática y en ese sentido, política, con el catálogo del exquisito sello independiente liderado por Otto, Ernán y Lic Luc. El autor ha declarado su ferviente admiración por los dibujos de Copi. Nada más que acotar.
Fuente de la imagen de portada: http://www.roadtovr.com/newretroarcade-oculus-rift-dk2-download-arcade-virtual-reality/
Laura Vazquez es docente, investigadora y guionista. Se doctoró en 2009 con su tesis sobre historieta, publicada por Paidós al año siguiente: El oficio de las viñetas. Coordina el Área de Narrativas Dibujadas de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA. Fue directora del Congreso Internacional de Historieta y Humor Gráfico Viñetas Serias (2010, 2012, 2014). Como guionista, pueden contarse sus trabajos con Dante Ginevra (Entreactos, Astiberri, 2004), con Federico Rübenacker (Historias Corrientes, Ediciones del Ponent, 2004), y Alejandra Lunik (Ana, un mosquito y el enano, Fierro, 2007). Colaboró con la revista Fierro escribiendo la sección “Ojo al cuadrito” (que sería recopilada en Fuera de Cuadro, Agua Negra, 2012) y “Cadáver Exquisito”. Es investigadora adjunta del CONICET (Instituto Gino Germani).