En la sección Manifiestos del Cómic, nos proponemos recuperar esta forma de declaración vanguardista como documento de ciertos debates dentro y desde el medio de la historieta. Los manifiestos fueron una parte constitutiva de las vanguardias artísticas del siglo XX, y sirven como registro de ciertos problemas y posiciones determinados por un contexto. Llegan a nosotros como testimonio de esas épocas, pero en algún punto el manifiesto deviene recurso estético y se autonomiza de su función meramente operativa e incluso de sus objetivos inmediatos, conformándose como género en sí mismo. Recuperar estos escritos será, entonces, un acto de lectura-espejo, una interpelación a tomar posiciones y a comprometernos dentro del campo de la cultura en el que hemos decidido dar batalla.
A fines de 1968, más específicamente entre el 15 de octubre y el 15 de noviembre, se realizó en el Instituto Di Tella la 1° Bienal Mundial de la Historieta, coorganizada con la Escuela Panamericana de Arte. La unión de estos dos campos – es decir, la vanguardia artística institucionalizada y la historieta como oficio transmitido y transmisible – supuso el punto de encuentro que cristalizaba el proyecto masottiano respecto a los medios de comunicación como flujo ambivalente en el cual también se podían invertir esfuerzos revolucionarios, y donde la historieta era un lenguaje privilegiado para tales fines. Al mismo tiempo, fue en ese pasaje de 1968/1969 donde la situación política se radicalizó y donde, por lo tanto, el arte que se asumía político debía o bien radicalizarse, o bien renunciar a todo combate emancipador.
La dimensión ideológica y geopolítica del arte, enfocada desde la perspectiva del Di Tella bajo la tutela de Jorge Romero Brest, había tenido su razón de ser en el sostenimiento de un proyecto basado en el internacionalismo que le daba a Buenos Aires la posibilidad de ser el puente entre Nueva York y París, contribuyendo al mismo tiempo con producción local de manera que se borraran las fronteras y las distancias entre esos centros: “Internacionalismo era una noción que, en sí misma, no tenía un significado preciso. El término se definía en forma relacional y planteaba la hipotética existencia de un intercambio y de una interacción equivalentes entre los que se proponían usarlo” (Giunta, 2008: 119).
Hacia el final de la década era justamente esa noción la que se había vuelto insostenible. A partir de entonces la radicalización de la dimensión política del arte, en un contexto de radicalización generalizada y de descontento con las políticas culturales represivas del régimen de Onganía, provocaron una aceleración que derivó en la frustración, el estallido y la posterior fragmentación del campo artístico/intelectual.
El internacionalismo había invertido su significado positivo, sin dudas bajo la influencia de la Teoría de la Dependencia y el Intercambio Desigual, para convertirse en un principio político que llamaba a la resistencia revolucionaria. Este combate discursivo por la significación del término podría sintetizarse en la diferencia ente el Di Tella y la muestra Tucumán Arde. Es decir, se trataba de la brecha existente entre el sindicalismo de base peronista y la institución dirigida por Romero Brest y financiada por la empresa Siam-Di Tella, emblema de la burguesía industrial argentina.
Masotta no formaba parte de los artistas que habían abandonado el Di Tella, aunque sin duda estaba en relación con muchos de ellos. Su intervención se hacía desde una posición que, como recordaba Ana Longoni, no renunciaba a la palabra y como podemos ver, tampoco al internacionalismo: la Bienal es Internacional. Ya desde la cubierta del catálogo se adivina ese intento de unión entre diferentes tradiciones historietísticas en tiempo y espacio, como un gran Sergeant Pepper’s de la historieta.
Lo cierto es que todas esas imágenes nunca habían compartido un mismo espacio, y era su misma coexistencia la que obligaba a rastrear allí los significados que hacían a esas viñetas estar ahí, en el centro de vanguardia de la capital. Masotta hablaba de pasar del estudio de los mensajes al de las audiencias, es decir, de esos canales en los cuales eran transmitidos los contenidos antes que los contenidos en sí. Y aquí nuevamente entraban en tensión los campos de las imágenes y las palabras.
La tarea continuaría en el proyecto personal de Masotta, la revista LD, acrónimo de Literatura Dibujada. El hecho que la revista sólo haya durado tres números (de noviembre de 1968 a enero de 1969), habla sin dudas de la fragilidad del proyecto y del momento editorial aún no recuperado de su crisis hacia fines de la década. Pero también es cierto que coincidió con una dispersión generalizada, tanto del campo artístico como del intelectual en general, a la que no escaparon ni los artistas que rompieron con el Di Tella, ni el instituto mismo que finalmente fue clausurado bajo presiones del gobierno de facto – y como parte de las negociaciones con la empresa Siam-Di Tella, en crisis económica – en 1970.
La revista se presentaba como un “libro de historietas”, de tal manera que “con formato de revista de consumo popular, LD es a la vez una revista de biblioteca”. Esta idea de poder finalmente encontrar un sentido estético e ideológico que no cayese en la dicotomía alto/bajo, sino más bien que la superara, puede ser entendida desde la consolidación de una perspectiva perteneciente al momento histórico donde la historieta tal como se había desarrollado en la primera mitad del siglo XX, había concluido, por lo que restaba reconstruir esa historia para poder establecer en presente un nuevo proyecto estético/ideológico popular y refinado a la vez. Claro que esto implicaba una serie de cuestiones, entre las que se destacaba la idea de crear un nuevo lector más acorde a los tiempos corrientes, un lector adulto (es interesante leer las crónicas de revistas como Siete Días Ilustrados y Primera Plana):
“La publicación de LD constituye un retorno a la historieta, a esa historieta con la cual gozamos cuando niños y que ahora proponemos a la atención de los adultos. Pero como nunca se ha dejado de publicar historietas, este retorno tiene ciertas características especiales. Ante todo, LD devolverá a la historieta todo el respeto gráfico que merece […] En segundo lugar, hay que decir que existen historietas buenas e historietas malas. LD solamente publicará las primeras […] El objetivo básico consistirá en proponer un cambio en la relación del público con las historietas: lo que antes era un consumo irreflexivo deberá ser ahora, y cada vez más, el motivo de una apropiación lúcida e inteligente”. (Masotta, 1968: 3)
La intervención masottiana en torno a la historieta tenía que ver con aquello que Bart Beaty señalaba acertadamente: a pesar de todo, la historieta nunca terminó de ser integrada al desarrollo de las artes visuales en el siglo XX. En ese intermedio en que la historieta existe como lenguaje que a su vez es y no es artístico, Masotta intentó reforzar la parte del lenguaje al precio de asimilarlo a “cierta literatura popular”, al mismo tiempo que mantuvo la idea del canon producido y reproducido entre franceses y norteamericanos.
Es decir, la idea de la prensa norteamericana de fines del siglo XIX como espacio de surgimiento de la historieta moderna – con el Yellow Kid de Richard Felton Outcault como mito fundacional -; los ejemplos norteamericanos como el súmmum historietístico; cierta legitimación historicista otorgada por ejemplos tan diversos como las pinturas rupestres, el tapiz de Bayeux, los jeroglíficos egipcios o los códices mayas y, finalmente, Europa como el nuevo centro de la renovación historietística mundial a partir de los ‘60. Beaty notaba que esta inversión de esfuerzos había caído en su propia trampa al tratar de convencer al mundo del arte que la historieta podía ser considerada seriamente.
Ese reconocimiento tan buscado era, por otra parte, una cuestión que respondía más a los objetivos de ciertos grupos intelectuales como al que pertenecía Masotta que a los mismos historietistas.[1] Es en este sentido que suele recordarse a la Bienal como un hecho sin precedentes, pero a fin de cuentas inocuo. Basta contrastar los diferentes testimonios y propuestas, más específicamente las de Breccia y Masotta. El dibujante sentenciaba: “[en el Di Tella] no tuve ninguna propuesta ni me entusiasmó. Me dejó tan frío como antes. Fue un evento más, pero no me trajo nada. En ese momento hacía lo de Billiken y nada más” (Sasturain, 2013: 146).
Leída en perspectiva, la Bienal resultó ser el heraldo del proceso de transición entre una manera de entender la historieta, la norteamericana, y las nuevas estéticas que la refundaban desde Europa. Pero esto dejaba en una posición incómoda a la situación argentina, donde los dibujantes y guionistas como Oesterheld buscaban desesperadamente colocar sus productos en algún mercado que los aceptase. Es decir, para este grupo de trabajadores obreros intelectuales de la historieta, el internacionalismo era bien otro y sin embargo anunciaba también la dinámica del capitalismo en plena fase expansiva a nivel global: los mercados proveedores de materia prima ya no sólo para las industrias textiles y alimentarias, sino también para las del espectáculo y la imaginación.
Lo que resta es la última intervención de Masotta en el campo con la publicación de La historieta en el mundo moderno, en 1970 a cargo de Paidós, un último gesto que compilaba los escritos publicados en LD, más el ensayo inédito de Steimberg sobre Patoruzú. Allí Masotta dejó una interesante percepción sobre la tarea que debía llevarse a cabo (y en la que, si bien no había llegado muy lejos, había establecido ciertas coordenadas previamente inexistentes): “Oculta en bibliotecas y archivos yace una extraña subcultura, la historia de una relación escondida entre la cultura de masas y la política en la Argentina” (1970: 143). La Bienal del Di Tella supuso la confluencia de dos grupos distintos dentro de ese campo que había pasado a ser la historieta: los críticos, estudiosos e investigadores por un lado; y los historietistas por el otro.[2] Esto no significa que la historieta no fuera entendida como campo antes de la Bienal; por el contrario, la Bienal le disputaba – acaso sin saberlo – el papel de constructor de ese campo a la industria, justamente porque ésta ya no podía sostener su imagen con el peso simbólico de los historietistas como los había retratado una década antes la revista Dibujantes.*
*Este texto es un extracto de la tesis doctoral de Pablo Turnes “La excepción en la regla. La obra historietística de Alberto Breccia (1962-1993)”, defendida en marzo de 2016 bajo la dirección de Laura Vazquez y Marcela Gené.
[1] Andreas Huyssen propone una idea interesante que profundiza la perspectiva sobre este supuesto desinterés de la alta cultura: “[…] mientras que el modernismo oculta su envidia hacia la vasta penetración y alcance de la cultura de masas detrás de una pantalla de condescendencia y desdén, la cultura de masas, cargada de culpa, desea esa dignidad de la cultura seria que siempre la esquiva” (2006: 42).
[2] Este encuentro era valorado por Rivera al rescatar lo positivo en la Bienal: “Por un lado, la aparición de figuras intelectuales que comienzan a analizar el denomino con utillajes teóricos de la filosofía, la antropología, la historia del arte, la estética, la semiótica […] Por otro, la emergencia de un público adulto que recupera positivamente viejas experiencias de lectura historietística […] y modifica su actitud global frente al producto, legitimando de paso el desarrollo de una producción […] exploratoria de zonas, temas y problemáticas no habituales […] como el erotismo, la crítica social, lo político, la búsqueda de nuevos lenguajes comunicacionales y estéticos, etcétera” (1992: 60). Finalmente, quedaba la construcción a través de la muestra de una tradición nacional de historietistas junto a las otras tradiciones internacionales. Es decir, los tres agentes constituyentes del campo: críticos, autores y público.