El viernes 5 de mayo se presentó en la librería Eterna Cadencia en Palermo – barrio borgeano – el libro de Lucas Nine, “Borges Inspector de Aves”, editado por Hotel de las Ideas. Invitado a presentarlo, escribí este texto el cual presento ahora editado para que sea algo más legible que los balbuceos a los que uno somete a una audiencia en ocasiones semejantes. Fue sin dudas una noche especial, con un público entre los que se encontraban gente como José Muñoz, Lito Fernández, Pablo Fayó, Juan Saénz Valiente, Christian Montenegro y Lauri Fernández. Es decir, varias generaciones de historietistas reunidos para festejar el trabajo de Nine. Agradezco especialmente a Javier Hildebrandt por su magnífica imitación de Borges (el cual se hacía presente cada tanto desde un audio algo fantasmagórico) y a Vicki por haber prestado su computadora y haber organizado los archivos. Sin más, he aquí el texto.
Dedicado a Franco Della Imagine in absentia.
Borges es una voz omnipresente, aunque uno no se dé cuenta. La omnipresencia consiste en eso: en estar siempre ahí hasta el punto de invisibilizarse, para cada tanto reaparecer como se aparecen los fantasmas. Como suele pasar con estas cosas, se dan coincidencias inesperadas pero bienvenidas: en los días entre que retiré el libro de Lucas y me invitaron a participar de la presentación, Borges se me apareció desde diferentes lugares. Una inesperada fue la cita hecha por Rick Veitch en el número 65 de Swamp Thing, publicada hace exactamente 30 años.
Allí, la Cosa del Pantano se cruza en su búsqueda interestelar con Metron y Darkseid, de los Nuevos Dioses, la creación de Jack Kirby para DC allá por principios de los 70s. Metron bien podría ser acá un avatar de Borges: aquel al que solo le interesa el conocimiento último, el poder traspasar la Fuente tras la cual se encuentra el secreto del origen del universo. Pero por supuesto, nunca se anima, solo se limita a merodear por los cuerpos titánicos de aquellos que lo intentaron y fracasaron, siendo ahora inmensas estatuas flotando en el vacío.
En este número, sin embargo, los personajes penetran más allá de la frontera tan temida y se encuentran con que pueden ver diferentes instancias espacio-temporales simultáneamente. En una de esas ventanas que se abren aparece un escritor ciego tipiando en un desván en Buenos Aires. Cuando Metron cuenta su experiencia al terrible Darkseid, éste se ríe: ha experimentado el Aleph, algo que para un dios es poca cosa, o más bien es lo más común: la omnipresencia sumado a la omnisapiencia.
Segundo encuentro inesperado: la muerte de Abelardo Castillo hizo que una de las semblanzas publicadas del escritor fuera su relación extraña y tensa con Borges. Castillo, como los escritores de su generación, no podía sino disentir y en algún punto despreciar aquello que Borges representaba política e ideológicamente. Al mismo tiempo, lo había entrevistado y había llegado a organizar una bizarra conferencia pública con él como moderador/amortiguador entre la audiencia y el viejo maestro ya consagrado.
A esto se sumó un recuerdo reciente, cuando Alberto Manguel – flamante director de la Biblioteca Nacional, puesto que Borges ocupó entre 1955 y 1973 – entró a la BN con escolta policial, lo cual provocó la ira y la indignación en un contexto donde se venía de despedir a unas 200 personas y de recortar varios programas que la biblioteca llevaba a cabo desde hacía años. Lo cierto es que el episodio fue resultado de la desinformación deliberada, ya que Manguel llevaba manuscritos originales de Borges, un tesoro de la cultura nacional por así decirlo.
Estas dos actitudes (la de Castillo y la de Manguel) ejemplifican los posicionamientos que se han tomado respecto a la obra y persona del escritor, cosas que no pueden ser reducidas la una a la otra, y que al mismo tiempo son indivisibles. Por un lado, esa distancia llena de desconfianza y desprecio apenas disimulado; por otro, la sacralización del Maestro resguardado por sus celosos cancerberos.
Borges terminó por convertirse a sí mismo en uno de esos laberintos sobre los que escribió (permítanme usar al laberinto como metáfora, no es nada original pero no soy un tipo muy original). Ante la pregunta de cómo zafar de esa trampa, la literatura argentina o bien renunció a entrar en el laberinto, ignorándolo y despreciándolo; o bien se encerró en él, declarándose el límite de la alta cultura argentina (suponiendo que exista tal cosa).[1]
Pero hubo algunos, diría los menos, que tomaron en cuenta la solución que el mismo Borges había dado: del laberinto se sale por arriba. Ahora bien, ¿cómo se eleva uno para salir? Ahí están las decisiones. No me voy a meter con la literatura, porque para eso hay gente que sabe mucho más que yo y podría tratarlo mejor. Voy al grano: yo creo que el libro de Lucas es borgeano en el mejor de los sentidos. Permítanme explicarme.
Ya meterse con Borges implica tener que lidiar con toda una carga de cosas muy pesadas que nos anteceden. Y en una historieta eso se puede volver insufrible si se lo toma así, como un peso, como algo literal y literario. Lucas tomó la decisión correcta desde el vamos: eligió encararlo desde la parodia, género que el mismo Borges practicaba y al que disfrutaba, y que además es un sello de los Nine: no tomarse en serio nada, sobre todo las cosas que intentan ser importantes.
La idea me parece fantástica: ejercer la ucronía (es decir, el desvío de una variable histórica determinada, preguntándose “¿qué hubiera pasado si…?”) partiendo de ese hecho convertido en mito que sirve de síntesis de la relación entre Borges y el peronismo: su rebajamiento oficial de bibliotecario a Inspector de mercados de aves de corral en 1946. En la historia de Lucas, Borges acepta ese cargo, lo cual es un punto de partida que ya promete.
Como decía, se ejerce la parodia en muchos niveles: obviamente del escritor pero a través de él, de todo un momento de la cultura argentina representada por el grupo Sur: Norah Lange, Oliverio Girondo, Bioy Casares, Xul Solar. Y no son meras citas, hay una utilización de cada uno de esos personajes según las características personales y de sus obras. Hay un trabajo muy erudito, de alguien que no toma el camino fácil de reírse de Borges y sus amigos porque eran oligarcas, gorilas, herméticos, apoyaban dictaduras o no sabían quién era Maradona. Lucas es evidentemente alguien que conoce esa trama, que ha leído a Borges – cosa que muchos de aquellos que lo desprecian nunca se molestaron en hacer – y desafía al lector a completar la lectura en otras lecturas, – cosa que cada uno podrá hacer o no, desde ya, pero ahí hay un desafío y eso me parece importante porque es todo lo opuesto al facilismo, pensado para un lector perezoso que quiere eso y nada más -.
Después está la cuestión de la narrativa del policial negro, esa voz en off, lo noir, lo sórdido, lo urbano, la femme fatale, las vueltas de tuerca absurdas. Un Chandler o un Hammett criollo que no puede menos que ser ridículo, eso es Borges acá. Esa mezcla de la voz en off y el estilo borgeano que de pronto va a parar al diablo; o que cuando parece hacerse demasiado literario, el dibujo nos muestra otra cosa, sabotea la solemnidad. Y esos dos niveles paralelos y simultáneos componen una incongruencia que es ni más ni menos que la lógica de lo humorístico: mostrar que algo no encaja.
Y después queda un tercer nivel de parodia que es la historieta en sí. Me refiero a la historieta como lenguaje del cual uno se puede reír, porque es algo que todo el tiempo muestra las hilachas y esto solo es malo cuando eso se intenta disimular demasiado. Acá yo tengo un interrogante, y aprovecho para plantearlo, y es sobre la técnica elegida. Lucas venía de Té de Nuez, que es a color, en otro formato mucho más grande, con otro tono más surrealista, ese mundo con cosas retro, vintage, hecho de volutas surrealistas. Y después de Borges…hizo Cabaret del Infierno, que también es a color, y está más ligado a una cosa satírica y ácida, con una estética al estilo de esos dibujos animados de la década de 1920 y 1930 (Los estudios Fleischer, el Disney más primitivo, etc.).
Leyendo Borges Inspector, todo se me hacía muy brecciano: la gama de grises corroídos, los manchones, las tramas, esa cosa ominosa del negro de la tinta que se traga la página; pero a su vez es todo lo contario a la idea de Breccia cuando estaba contando a Lovecraft, porque acá la idea es que reírse. Y como todo vuelve al centro del laberinto, Breccia era un lector de Borges desde el vamos, lo admiraba – de hecho Un tal Daneri también está medio en ese estilo noir del detective criollo de Mataderos, que además era un guiño al personaje del Aleph que se llama Carlos Argentino Daneri, que a su vez es un anagrama de Dante Alighieri, algo que Borges disfrutaba de hacer -. Y Lovecraft era un escritor al que Borges parodió en su cuento There are more things, donde empieza definiéndolo como “ese parodiador involuntario de Poe”, lo cual quería decir que Lovecraft quería ser Poe y no le salía, le salía Lovecraft. Y paso seguido Borges escribe ese cuento donde se burla del estilo lovecraftiano. Así que ya ven, son capas de parodia acumuladas por el tiempo que se juntan de alguna manera en este volumen.
Quiero ir terminando, pero no sin dejar de explicar por qué empecé diciendo que esto era borgeano. Lo máximo que se permite esa idea sacralizada de Borges como algo humorístico es la idea de la injuria como un arte. Ahí aparecen los epigramas borgeanos donde definía a García Lorca como un “andaluz profesional”, o decía cosas como que ser un intelectual italiano era una contradicción de términos. Es el Borges más anglófilo, el admirador de De Quincey y Chesterton, porque los británicos se especializan en ese gesto civilizado que es el desprecio a través del duelo verbal.
Pero hay un Borges deliberadamente olvidado, y es aquel al que le gustaban los chistes verdes. Una cosa que Borges solía hacer con sus entrevistadores, ya fuera porque había algo de confianza o porque los quería espantar, era recitar las letras de los viejos tangos prostibularios. Como los tangos no tenían letras al principio, entonces la gente se los inventaba y como corresponde eran versos de doble sentido. Uno ve las portadas de las partituras de los tangos de principios del siglo XX, cuando no había discos de pasta o las victrolas eran cosas de lujo, entonces se compraban las partituras para que alguien que tenía un piano o pianola en su casa las tocara; y ahí uno puede leer títulos como “Afeitate el siete que el ocho es fiesta”, “Tocame la Carolina” o “Empujá que se va abrir”. Era un Buenos Aires del cual el viejo, que tenía una memoria prodigiosa, se acordaba muy bien.
Y Lucas recupera ese sentido escatológico de una manera maravillosa, completamente irrespetuosa y fiel a la vez a esas cosas que también forman parte de una cultura, y no solo un director de bibliotecas escoltado por la policía llevando papeles – que se subastarían a gran precio llegado el caso – porque son muy IMPORTANTES. Ejemplo: Hay una escena donde Borges viaja en un colectivo con sus captores. Ve que una pasajera, una chica muy bonita, lleva un pin de la Asociación Argentina de Telegrafistas. Entonces se le ocurre una idea: pedir como último deseo a sus verdugos el poder apoyarse a la chica en cuestión, todo un ardid para pasarle – apoyada mediante – a la telegrafista un SOS en código morse. Yo lloraba de la risa cuando leía eso, me parecía una herejía exquisita, y pensaba “¿Pero de dónde saca este tipo esas ideas? ¿Cómo se le ocurrió armar esa secuencia?”. Y miren lo que es el destino que termino acá, así que aprovecho para preguntárselo.
Yo te quiero agradecer, Lucas, por haber hecho semejante laburo pero por sobre todo por no haber subestimado a los lectores. Y también agradecerles a los muchachos de Hotel de las Ideas por haber tomado el riesgo de publicar una obra como esta en un momento donde lo más razonable sería no tomar muchos riesgos. Pero bueno, si uno se limitara a lo razonable en ese sentido de nunca tomar riesgos, la vida sería insoportable. Si fuera por la razón pura, no existiría este libro, ni las historietas. Y probablemente tampoco existiría Borges, pero la cuestión es que todas esas cosas sí existen y acá estamos para celebrarlo. Brindo por eso.
[1] Es conocida la anécdota del regreso definitivo de Witold Gombrowicz a Polonia en 1963, cuando saludando por última vez al círculo de amigos que lo habían ido a despedir mientras el barco zarpaba, el polaco les gritó: “¡Maten a Borges!”. Buena parte de la literatura argentina de esos años lo tomó como mandato, aunque debe decirse que Borges sobrevivió a muchos de aquellos que quisieron derribarlo.