Por Diego Labra
Imagen de portada: Tim Bradstreet, Punisher Max Vol. 2: Kitchen Irish. Marvel Comics, 2005.
“Nunca habrá un momento correcto para estrenar la serie de TV sobre The Punisher”, sentencia desde el título Charles Pulliam-Moore sobre la producción de Marvel Studios y Netflix en el sitio de cultura pop iO9. La reflexión del periodista norteamericano es producto de la postergación del lanzamiento del show sobre el personaje homónimo en reacción a la masacre acontecida en Las Vegas. La noche del domingo 1° de octubre de 2017, Stephen Paddock había abierto fuego desde el balcón de su habitación de hotel sobre una multitud de asistentes a un festival de música. El saldo fueron 58 muertos y más de 500 heridos. Con la nación en un doloroso duelo, los departamentos de marketing acertadamente decidieron que no era el mejor momento para estrenar una producción sobre Frank Castle y su cruzada de “gatillo fácil” contra el crimen organizado y la corrupción gubernamental.
Cuarenta y cinco días después, la duración apropiada del luto prescrita por los ejecutivos de Disney, The Punisher desembarcó mundialmente a través de la plataforma de streaming Netflix. La recepción profesional norteamericana fue variada aunque mayormente tibia, pero ningún crítico dejó de señalar el incómodo juego de asociación entre el antihéroe pistolero y la epidemia de matanzas con armas de fuego que sacude regularmente al país del norte.
“The Punisher es un error ultraviolento” tituló sin grises Matt Zoller-Seitz en New York Magazine. “Para ser un show que […] corteja la controversia, su elemento más controversial es la falta de controversia” se lamenta Liz Shannon Miller en Indiewire, señalando que las atrocidades que comete Frank Castle “suceden en [los Estados Unidos de] América regularmente”. En definitiva, condensa Sophie Gilbert para The Atlantic, la buena factura de la producción la hace una experiencia “menos incómoda de ver de lo que uno creería entre tantos actos de violencia armada extrema”, pero tampoco “no es un viaje placentero”.
El lector de Kamandi que haya visto ya la serie podrá empatizar con el prurito de los críticos de televisión yanquis acerca de The Punisher. No solo es la serie violenta y gráfica, sino que se incluye una subtrama sobre un veterano de la guerra de Irak que canaliza su estrés postraumático en una serie de atentados terroristas en la ciudad de New York. Pero más allá de cualquier desarrollo particular en los trece capítulos estrenados, es el mismo Frank Castle y su filosofía de justicia armada por mano propia lo que obliga hasta al observador más casual a cuestionar el “buen gusto” del personaje, en un país que sufre recurrentemente de pistoleros y terroristas domésticos.
Desde ya desechamos rápidamente interpretaciones simplistas al estilo werthamita, que todavía persisten en el comentarismo chabacano a productos de medios menos consagrados por la intelligentsia como la historietas o los videojuegos. Antes que condenar al “antihéroe” por ser un mal ejemplo para el pequeño Timmy, nos parece provocador señalar el juego de representaciones y significaciones al que abre pensar la relación entre The Punisher y la cultura de las armas en el país del norte. Los problemas de marketing tras la masacre de Las Vegas y la incomodidad de la llamada “crítica liberal” yanqui para con la serie arriba detallados no hacen sino evidenciar que Frank Castle, quizás aún más que el propio Superman, es el hijo pródigo de los Estados Unidos de América.
“¡Armas para el pueblo, armas para el pueblo!”
En su concepto básico, su origin story, el Punisher (Castigador en la traducción más prosaica) es tan simple que desafía incluso al registro de la propiedad intelectual. El protagonista sufre en carne propia el flagelo del crimen organizado cuando la mafia italiana mata a su esposa y sus dos hijos por hacer sido testigos de un asesinato en el Central Park. Veterano de guerra, Frank Castle decide utilizar sus habilidades militares para encarar una cruzada contra los responsables de la muerte de su familia primero, y posteriormente contra el crimen urbano en general.
Su código personal de justicia, siempre presentado como la fina línea que evita que se convierta en un mero villano de historietas, al mismo tiempo lo enemista con los otros superhéroes de la Tierra-616. Mientras la mayoría de los encapuchados adscriben a la máxima bíblica “no matarás”, Castle se permite recurrir a la tortura y el asesinato a sangre fría en su guerra solitaria contra el crimen. Escéptico al concepto de rehabilitación, el personaje encuentra que la única solución al delito es el delincuente muerto, y hace de su extermino más un fin que un medio.
Esta facilidad para “cruzar los límites” es la característica definitoria de personaje, el rasgo que lo separa del amigable Spider-Man e incluso del ocasionalmente asesino Superman. Por esta razón es que Charles Pulliam-Moore se refiere al Punisher como “el equivalente del [universo] Marvel de un asesino en masa”. “A pesar que su presentación en varias historietas, series de televisión y películas busca elevar el sentido de moral de Castle en consonancia con su presentación como un héroe, es imposible no ver como él es también una celebración del tipo de cultura de las armas que habilita a masacres con armas de fuego reales”, reflexiona el ensayista. Quien busque evidencia de esta conexión no tiene que ir más lejos que el bien documentado fandom al Punisher que existe en la policía y las fuerzas armadas yanquis, cuyos soldados decoran su camuflaje táctico con la distintiva calavera que identifica al personaje.
La endémica violencia armada en los Estados Unidos requiere quizás menos presentación que Frank Castle al ser un tema que constantemente parece en diarios y noticieros de todo el mundo. Pero mientras el espectador casual de seguro escuchó nombrar acerca de las matanzas en Orlando o Las Vegas, en realidad la violencia armada es un fenómeno diario en el país del norte, A partir del repositorio estadístico Gun Violence Archive, Vox informó en noviembre de este año que luego que la consigna familiar “nunca más” fuera trending topic en Twitter en 2012 a raíz de la matanza en la Escuela Primaria Sandy Hook, la violencia armada se cobró más de 1,767 muertes y 6,227 heridos en aproximadamente 1,552 incidentes.
Incluso para un país tan masivo, la escala desmedida de las estadísticas viene dimensionar lo agudo de la problemática. Según datos compilados por las Naciones Unidas en 2012, la cantidad de asesinatos con arma de fuego per cápita en los Estados Unidos es igual a 20 veces el promedio del resto de los países desarrollados. “Lo que es decir, un norteamericano tiene veinte veces más probabilidad de morir por un disparo que alguien que reside en otro país desarrollado” (para otra ocasión queda la discusión acerca de cuan “desarrollado” pueden llamarse los Estados Unidos con índices como este). Puede establecerse una relación simple entre la cantidad de muertos por disparos y la cantidad neta de armas de fuego que hay en el país, aproximadamente una por persona. Mientras la población de los Estados Unidos “representa alrededor del 4.4% de la población del planeta, esta posee 42% de las armas de fuego en posesión de civiles que existen en el mundo”.
A pesar de la gravedad de las estadísticas ninguna medida se ha tomado para regular el derecho del norteamericano medio de poseer una ametralladora semiautomática amparado la famosa segunda enmienda. Los medios liberales acusan con justa causa al lobby del NRA (Asociación Nacional del Rifle) y otras organizaciones conservadoras de trabar legislación más progresiva. Pero también es cierto que existe un sentimiento popular en amplios sectores sociales (que uno asocia al estereotipo del redneck de interior norteamericano) que abraza y defiende este derecho a portar armas de fuego.
Recuerdo haber leído una cita del crítico marxista Fredric Jameson de los años sesenta donde señalaba que el zeitgeist de la modernidad capitalista se materializaba en la idiosincrasia norteamericana nunca con más vehemencia que en su amor por las armas y los autos. Como queda en evidencia, el tiempo no hizo más que darle más actualidad a la apreciación de Jameson. El concepto de Frank Castle y su justicia armada, violenta e individual se responde a esta idiosincrasia templada en las forajidas fronteras del Wild West, o por lo menos nutre su popularidad en ella. La vigencia y popularidad del Punisher continúa reafirmando el lugar predominante del arma de fuego y la violencia armada en el friso de la cosmovisión norteamericana.
Siendo este el estado del debate cultural norteamericano tiene que sentido que Steve Lightfoot, quien desarrollo la serie televisiva para Netflix, cortara por lo sano y decidiera hacer del subtexto, texto. En su tratamiento ficcional de las fuerzas de seguridad y del ejército norteamericano, el show deliberadamente construye una imagen ruin y despiadada. Activamente se condena la violación a los derechos humanos y tratados internacionales en los que incurren los villanos principales. Mandamases de la CIA y las fuerzas armadas que parecen escritos por Garth Ennis en lo paródico de su obsceno abuso de poder. Aunque por supuesto, su ajusticiamiento no sea otra cosa que más violencia desmedida de la mano del Punisher (interpretado por Jon Bernthal).
Esta desaprobación de los crímenes de guerra norteamericanos, que series como 24 celebraron en su momento con escenas igual de gráficas, se separa de los individuos que la perpetraron acatando obediencia debida. Los excombatientes, al contrario de sus maquiavélicos superiores, son presentados como sujetos encomiables cuyo servicio debe ser recordado y celebrado. La culpa y el trauma que atormenta a Castle y los otros personajes veteranos vienen entonces a representar la dura negociación entre ambas realidades, lo corrupto de la guerra y el honor con que los ciudadanos la luchan. Las pesadillas como la marca indeleble que deja en los hombres los actos horribles que se les pide realicen en nombre de la patria.
Cuando promediando la temporada se entra de lleno en el debate acerca de las armas, la posición del programa es cuanto menos conciliatoria. En ambos extremos de la discusión se ubica al excombatiente devenido en terrorista Lewis Wilson (Daniel Webber), quien pone bombas en nombre de los valores de la derecha conservadora y conspiranoica, y al senador demócrata Stan Ori (Rick Holmes), quien verbaliza la cruzada liberal por el control de las armas de fuego. Pero la serie espera que el espectador empatice con la posición de la periodista amigovia de Daredevil, Karen Page (Deborah Ann Woll), quien condena los actos terroristas de Wilson al mismo tiempo que defiende vehementemente su derecho a tener un revólver en la cartera para sentirse más segura – aunque en el caso de Page el arma quizás esté justificada porque su amistad con Matt Murdock y Frank Castle le traen más de un problema -.
De hecho, la serie hace un particular esfuerzo por dejar en offside la posición del senador, remarcando repetidas veces su hipocresía por predicar en contra de las armas y contratar un servicio privado de mercenarios cuando teme por su vida. La posición filosófica de la serie televisiva, incidentalmente alineada con el perfil sociocultural que arrojan los análisis de mercadeo, parece resumirse en una condena al abuso de la violencia armada, pero no al uso de la misma. Como podrían acordar Karen Page y los policías yanquis fanáticos del Punisher, aunque discutamos cuando, donde y como, no se puede negar que la violencia armada tiene un lugar (justificado) en la cultura norteamericana.
El eterno retorno de Frank Castle
Cuando el Punisher debutó en las páginas de The Amazing Spider-Man N°129 (febrero de 1974), con guión de Gerry Conway, dibujos de John Romita Sr. y Ross Andru, la cultura norteamericana se encontraba en temporada alta de justicieros armados con pocas pulgas. Tres años antes había debutado en la pantalla grande el Harry “El Sucio” [Dirty Harry, Don Siegel] con Clint Eastwood y solo unos meses luego Charles Bronson pararía a ser inmortalizado en el panteón de la cultura popular como el Vengador Anónimo [Death Wish, Michael Winner]. En 1972 David Morrell había publicado la novela First Blood, que sería la base del film ochentoso del mismo nombre que todos conocemos como Rambo I [Ted Kotcheff, 1982].
Esta genealogía de tipos duros que toman la justicia en mano propia, asesinando a los villanos sin resquemores, es nutrida en la cultura yanqui y va de Bronson a Liam Neeson. Podría incluso rastrearse, como hemos sugerido, al género western y la mitología fundacional del país del norte. Pero la tríada Harry “el Sucio”, Vigilante Anónimo y Punisher configuró la figura poética para los miedos y angustias de un Estados Unidos que dejaba atrás las convulsiones revolucionarias de los años sesenta. Al mismo tiempo, prefiguraba el giro cultural hacia la derecha que capitalizaría el proceso político conservador encabezado por Ronald Reagan en los ochenta, década en la cual el Punisher alcanzaría su mayor popularidad con cuatro títulos regulares editados por Marvel (The Punisher, The Punisher War Journal, The Punisher War Zone y The Punisher Armory).
Algo que compartieron tanto Rambo, Frank Castle y muchos otros hombres norteamericanos en los setenta fue la experiencia de haber combatido en la guerra de Vietnam. Fue de las selvas húmedas del sudeste asiático de donde el antihéroe adquirió sus habilidades marciales y su estrés postraumático. En su excelente y minuciosa serie documental, The Vietnam War, Ken Burns y Lynn Novick sugieren que la prolongada guerra librada contra el gobierno comunista de Saigón no solo fue la origin story del Punisher, sino también la de los Estados Unidos contemporáneos.
Aunque sería más preciso decir que las batallas que moldearon la guerra cultural que marca hoy el pulso norteamericano no se libraron en la península Indochina sino en los campus universitarios y los sindicatos, las convenciones partidarias y los programas televisivos de opinión política. Cuando en mayo de 1970 la Guardia Nacional de Ohio abrió fuego sobre una manifestación de estudiantes contra la guerra en Vietnam, matando a cuatro e hiriendo a nueve, se bajó oficialmente la cortina al clima revolucionario del hipismo y el activismo civil. Lentamente la reacción comenzó su segura marcha hacía la restauración conservadora y neoliberal del republicanismo ochentoso.
Reagan impuso su pax interna canalizando la libido nacional hacia una renovada Guerra Fría contra una decadente Unión Soviética. Atrás quedaron los años de la violencia política de los Panteras Negras, y la insurrección de los disturbios raciales, las marchas pelilargas contra las guerras proxy en Asia. De ahora en más solo habría casos aislados de asesinos seriales como Ted Bundy, de “lobos solitarios” como el Unabomber, o locos milicianos como Timothy McVeigh. Terroristas domésticos con muchas coincidencias ideológicas y prácticas con el Punisher, rebooteado para ser veterano de todas las guerras norteamericanas. El fin del “verano del amor” auspició, podríamos decir, el nacimiento de Frank Castle y la era del individualismo justiciero armado para matar como héroe de historieta (y amenaza real a la seguridad pública).
Diego Labra es Profesor en Historia y Doctorando en Ciencias Sociales. Incluso antes que el interés por las cuestiones de la sociedad y la cultura, estuvieron las historietas, la ciencia ficción y los videojuegos (probablemente ambos estén conectados). Inició su carrera de grado en la Universidad Nacional de Mar del Plata, y la termino en la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente continúa allí sus estudios doctorales, con una beca de CONICET. Siempre que puede se escapa de su tema de tesis y escribe académicamente acerca de cultura pop. Además colaboró en el sitio la Broken Face, y actualmente es redactor regular en Geeky.