Presentamos como adelanto de Pocketland de Jorge Quien, editado por Loco Rabia, el prólogo que hemos escrito. La presentación del libro será este próximo viernes 12 de abril en La Casa de Viñetas Sueltas, a las 19:30. Los episodios publicados en Kamandi pueden leerse acá.
Pocketland es la tierra de bolsillo de donde provienen los tesoros que Jorge Quien ofrece revelar en cada episodio. Los episodios -el autor produjo 10 entre 2012 y 2017- son, por cierto, infinitos. Es decir, podrían ser 10 como 100 y nunca terminaríamos de conocer del todo a ese mundo ni a sus habitantes que crecen permanentemente.
Eso tiene que ver con el uso que le da Quien a ese lienzo donde dibuja seres que cuentan su historia. Es un territorio virgen donde los personajes brotan como las hortalizas, un espacio sin requisitos (sin necesidad de comer, de beber, de respirar) donde se narra. Esa parece ser una constante en Pocketland: todos tienen algo para contar. Y, en general, los habitantes parecen escapar de aquello que fueron o que los obligaron a ser/hacer. Pocketland es, entonces y desde el principio, territorio para disidentes, refugiados estelares, vagabundos ¿Estará también Jorge Quien contándonos aquí su historia?
Pocketland también es el mundo de las cosas ¿Qué les sucede a los objetos cuando no los estamos mirando, cuándo pasan a otra dimensión, cuándo se pierden? Sus historias son tristes, son las historias de quien arrastra un pasado, remordimientos, comportamientos automáticos, manipulaciones de nuestro accionar. Los personajes de Pocketland aterrizan y les crece un cuerpo trajeado. En algunos casos son simplemente piernas. Tienen algo de los sapos llenos de pliegues de Vaughn Bodé. Tienen algo de Rick Griffin. Son melancólicos como si el underground de los años sesenta se hubiese vuelto fan de Tom Waits y se hubiese ido a vivir a otro país, lejos de sus amigos.
El entramado de episodio en episodio tiene su correlato técnico y estético: los capítulos van diferenciándose a medida que progresan. Por momentos hay manchones de tinta breccianos; los espacios amplios y deshabitados de Escher y de Giorgio de Chirico; el minimalismo geométrico; la poesía surrealista y absurda; el hippismo revisitado. Si tuviéramos que definir Pocketland, podríamos proponer lo siguiente: es una versión de El Principito pero sin príncipe, sin buenos ni malos y con Jorge Quien asumiendo su herencia cultural chilena que lo hace fusionar a Alejandro Jodorowsky con Condorito. Por suerte, además, sin moraleja. No hay maldad en Pocketland porque difícilmente hay acción: es un territorio donde se recuerda y se reflexiona, una especie de purgatorio amable.
Hay interrogantes, guiños, bromas, pero no hay un remate ¿Cómo podría haberlo en un espacio definido por su infinitud? Pocketland es como patear un balón al vacío del espacio: no se pretende que llegue a un punto exacto, la cuestión es darse el -absurdo-gusto de haberlo pateado. Y ojo, que es muy posible que el balón en algún momento de su trayectoria nos haga notar que él también tiene una historia por detrás.
Baruch de Spinoza proponía lo siguiente: si todo lo que existe es un modo de extensión de aquello que es eterno por definición -Dios, el Universo, la Naturaleza, sinónimos de lo mismo-, entonces todos somos eternos en algún punto; hasta la más pequeña de las cosas tiene su espíritu. Así es Pocketland. Un robot no es menos que una roca, una estrella caída no es menos que una bomba, un ovillo, una cloaca o una ex cantante de rock. Y a su vez, todos son diferentes. Contar sus historias compartiéndola con los demás es su manera de celebrar la infinita diversidad del universo.
En la teoría de la Inflación Cósmica se propone la idea de “universo de bolsillo” (pocket universe); porciones de realidad donde caben infinitas posibilidades. Sin ir más lejos, el nuestro sería un universo de bolsillo: tiene sus leyes físicas, sus dimensiones, su ritmo de expansión, etc. Por deducción lógica, pueden existir otros universos con otras leyes y características donde lo que aquí es imposible en otro lugar sea ley, y viceversa.
Pero también puede funcionar al revés: un universo de bolsillo como una degradación de nuestra estatura. Una de las historias más tristes de la Legión de Superhéroes involucra a un universo de bolsillo. Luego de la Crisis en Tierras Infinitas, los editores a cargo (y John Byrne) decidieron que Superman nunca había sido Superboy. Pero Superboy había inspirado a la Legión. Había tenido fantásticas aventuras con ellos. Entonces se explicó todo diciendo que este Superboy era una creación del Time Trapper, ultrapoderoso villano cósmico capaz de manipular el tiempo, enemigo del equipo de adolescentes del futuro. Toda una carrera, reducida a una nota al pie. La inspiración de todo un futuro convertida en una operación burocrática para mantener la lógica de un universo compartido. Finalmente, se sacrifica para salvar al futuro y le erigen una estatua muy bonita en Shanghalla, el planetoide cementerio donde descansan los más grandes héroes del siglo XXX.
El pequeño universo de Pocketland también, en cierta medida, busca responder a esa pregunta: ¿Qué hacer cuando tu existencia pierde su sentido? No es una pregunta ociosa, en estos tiempos de incertidumbre y vaciamiento. En ese planetoide si bien no hay respuestas claras, hay comunidad y comprensión, al menos.
“Pocketland es nuestro pequeño-gran mundo”, se lee en la primera página de la historieta. Leer Pocketland esperando encontrar a su autor viene al precio de permitir ser encontrados por él. Contar nuestra historia implica hacerse cargo de ella. Y eso, estimadas y estimados, no es necesariamente fácil ni sencillo.
Colectivo Kamandi
Buenos Aires, febrero de 2018