Una reflexión sobre The Wicked + The Divine, Kieron Gillen y Jamie McKelvie, Art Brut, los blogs y la noción de carrera.
El último gran comic que leí fue The Wicked + The Divine de Kieron Gillen y Jamie McKelvie. The Wicked + The Divine tiene un concepto que es a la vez sencillo y complejo: cada 90 años un grupo de 12 personas jóvenes (adolescentes y veinteañeros) son elegidos para convertirse en la reencarnación de dioses con poderes fabulosos y ser adorados por la humanidad por su carisma y sus habilidades. Los privilegiados, sin embargo, tienen solo dos años para vivir antes de “quemarse en vez de apagarse lentamente”.
Lo que en una primera observación parece un comic de superhéroes, o filo-superheroico, con poderes y trajes icónicos (¿dónde hay plata, viejo Gómez, para un proyecto de investigación que cruce los estudios de moda con los estudios sobre historieta y reconstruya las elecciones, paletas, modelos y texturas presentes en el diseño de traje de superhéroes?) pronto se revela como algo muy diferente. Como un estudio sobre el costo de la creación, en primer lugar, sobre la música pop, en segundo, y sobre la celebridad, en tercero.
Como deja muy en claro Kieron Gillen en la carta que cierra el primer número del comic:
“Phonogram trataba acerca de cómo los individuos interactúan con el arte que los inspira, recrea y destruye. Trata primordialmente sobre consumidores. Hay poco o ningún interés en los artistas, excepto en la idea de los artistas que existe adentro de la cabeza de los consumidores. The Wicked + The Divine es primariamente sobre los creadores de arte – y, específicamente, el viaje, elecciones, compromisos y la mierda generalizada que uno comete a lo largo de ese camino, las personas que uno conoce; y como se ayudan, se joden y se destruyen el uno al otro.
Phonogram era un artefacto para que yo examinara porqué amo tanto el arte, y adonde me llevó eso. The Wicked + The Divine es un artefacto para que yo examine porqué decidí crear arte, y a dónde me llevó esta decisión.”
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15 años atrás: Kieron Gillen era un bloguero, como éramos muchos en aquel entonces, una voz joven en un nuevo medio que parecía iba a durar para siempre y a democratizar la palabra (spoiler: no duró para siempre). Una noche vuelve a su casa del pub y escribe “The New Games Journalism”, un manifiesto en donde hace una llamada apasionada a una mejor escritura sobre videojuegos, más subjetiva, que hable de los juegos pero también de lo que sucede en el mundo a su alrededor. El Manifiesto generó revuelo. Con un amigo nos reíamos, en chats de MSN, de su estilo “edgy” e irreverente y de sus aspiraciones tomwolfeanas.
Pronto, Gillen fundó RockPaperShotgun, uno de los primeros sitios que intentan hacer crítica seria de videojuegos, contemporáneo a la primera avalancha de juegos indie. En el 2006, dos años después de ese manifiesto, Gillen lanzó Phonogram, su primer comic, por Image. Phonogram sigue las “aventuras” de David Kohl, un mago moldeado a la imagen del britpop, que emplea canciones y su link emocional para hacer magia. Phonogram es una serie a veces torpe, muy marcada por la época (lean sino el volumen 2, “The Singles Club”, con capítulos dedicados a The Pipettes, The Long Blondes y TV on the Radio, bandas que dejaron de existir o perdieron relevancia por completo, más 2006 imposible) y unos textos al final de los capítulos (a cargo de Gillen) con muchos de los vicios de una persona de 20 y pico de años que se cree demasiado inteligente. Pero a la vez es una serie encantadora, que le habla a un público que conoce bien: aquellos de nosotros que tuvimos nuestro bautismo de fuego en esto de buscar una identidad musical durante los 90s, mirando a la Inglaterra del orden y el progreso de Tony Blair y Damon Albarn. Es una serie que se pregunta seriamente que es lo que nos hace la música. Cómo nos cambia. En ello, defiende una postura profundamente poptimista: la música es importante por lo que les hace a los que la escuchan, por lo tanto, toda música tiene el potencial de ser transformadora, sin importar lo que dice el canon. La recepción es reina.
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Hace 15 años yo también tenía un blog que leía el circuito reducido de personas que componían la “blogosfera” argentino-uruguaya. Escribía sobre música, sobre cine y sobre historieta. Estudiaba historia en San Miguel de Tucumán. Nunca escribí un manifiesto, pero si escribí algunas cosas que aún hoy me gustan. Y, sobre todo, conocí a muchas personas. El blog fue la entrada a una sociabilidad extendida, que rompía con las fronteras. Durante esos años sostuve por primera vez la discusión “snobismo en la música: ¿sí o no?”. Eran buenos años, aunque no lo supiéramos. A los pocos años un gran amigo propone armar un blog colectivo y lanzamos El Baile Moderno. Somos tres y escribimos más o menos sobre lo mismo sobre lo cual escribe Gillen: música, videojuegos, el poder del pop, el amor por algunos artistas de culto y avant garde, nuestras visitas al cine. El blogcito tiene su público, limitado, pero tiene su público. Posteamos mucho y nos entusiasmamos haciéndolo.
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¿Qué pasaría si nuestros héroes musicales fueran, efectivamente, los seres sobrenaturales en los cuales los convertimos a través de nuestra adoración? ¿Qué sucedería si cada género musical fuese efectivamente un ejército comandado por un dios? Como la mayoría de las familias divinas, la que compone el cast principal de The Wicked + The Divine se destaca por sus rencillas intrafamiliares, por sus envidias y sus odios, por su competencia feroz, por el hecho de que no son más que un conjunto de personas que se ven juntas por la casualidad de una circunstancia, que no comparten ni valores, ni ideales, ni estéticas (¡lo cuál es de hecho muy importante en un comic como este!). A esto se suma una larga historia, cambiantes relaciones de poder a lo largo de reencarnaciones sucesivas.
Asimismo, The Wicked + The Divine tiene un componente completamente contemporáneo: cada miembro del Panteón de dioses está modelado de manera más o menos directa sobre una estrella pop actual y pasada. Lucifer es Bowie, Baal es Kanye, Persephone es Rihanna, Wotan es Daft Punk y Sakhmet es Beyonce. Cada uno de estos personajes no es una copia carbónica de las estrellas, si no que más bien están diseñados para evocar esas estrellas, una decisión que destaca la habilidad sobrehumana de Jamie McKelvie para el diseño de personajes y, a la vez, permite que cada personaje sea “leído” y “decodificado” de manera más o menos clara de acuerdo a lo que nos recuerda del músico original. La manera en la que Gillen y McKelvie hacen actuar a esos personajes luego es ya muy diferente de la plantilla original, pero esta decisión llama la atención sobre dos cosas: en primer lugar, sobre la lectura sinédoctica que hacemos del estilo de los íconos de la cultura pop; en segundo lugar, sobre la distancia entre ser y aparentar, una de los temas troncales del comic.
Semejante acto de inspiración y retroalimentación sobre la cultura pop tiene que ser muy delicado y muy cuidadoso porque encierra dos riesgos: ser demasiado fiel al original, y por lo tanto producir un pastiche que no será entendido fuera del específico contexto cultural en el que fue producido, o alejarse tanto que el personaje no produzca ningún tipo de reconocimiento en el lector, que se ve obligado a tratarlo como una estrella pop genérica.
Se nota que Gillen pensó ese equilibrio: no deben ser personajes que actúen igual que su modelo, lo que llevaría a WicDiv al terreno de la parodia; más bien deben tener autonomía y escribir su propia historia. McKelvie es el arma secreta que completa este proceso brindando elementos de diseño y de moda que permiten distinguir, como a través de una bruma, al original. El traje blanco de Lucifer es claramente una referencia a Station to Station, pero su personalidad y su lenguaje corporal están más cercanos al de un rogue moderno como John Constantine antes que al aristócrata europeo de maneras suaves que encarna Bowie. Baal recuerda a Kanye West, pero su rol en la historia pareciera terminar siendo el de un niño asustado que mordió más de lo que podía masticar, antes que la confianza sobrehumana (y lunática) del rapero y productor.
Mi impresión sobre McKelvie evolucionó de manera análoga a la que tenía sobre Gillen: en un principio sus dibujos me parecían rígidos, aburridos, las mismas caras siempre, de una artificiosidad extrema en sus rasgos, con falta de fondos, etc. Releyendo Phonogram, descubro que no estaba tan errado. Pero, por un lado, pasaron 15 años, y, por otro, McKelvie refinó y convirtió sus carencias en virtudes: es un dibujante que habita el lugar central de un hipotético diagrama de Venn en donde de un lado están el diseño textil y la fotografía de modas y del otro el comic indie middlebrow de aventuras. La suavidad en los rasgos de sus personajes remite a sesiones fotográficas para revistas de rock photoshopeadas, su preocupación por como las personas se visten (y por como cambian de vestimenta) es refrescante en un mundo en donde los dibujantes dibujan la ropa como si fuesen capas de pintura, lo “plano” de sus dibujos (no utiliza cross-hatching, no emplea casi sombras) deviene una capa de irrealidad que aumenta ese mundo tan pop, tan plástico, tan hecho de fantasías.
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Pasan los años, el blog colectivo crece y luego deja de crecer. Uno de los miembros deja de escribir para siempre. Por más que intentamos convencerlo mil veces de que debería hacerlo de nuevo, por más de que sigue interesado en consumir información y es experto en un montón de cosas fabulosas sobre las cuales el 90% del mundo no tiene idea y sobre las cuales sería fascinante leer, no hay modo. Pareciera una combinación de agotamiento con una sensación bastante normal: quizás esto no es para mí.
Mientras tanto yo logro recibirme de licenciado en historia. Año 2009. El manifiesto de Gillen ya tenía 5 años y él ya había pasado de escribir Phonogram a Marvel Comics, donde le tiran unos one-shots y mini series chotas para probarlo. Yo, sin ninguna idea con respecto a lo que quiero hacer con mi vida y mi título, decido meterme en la academia. Buenos tiempos para ello: hacía algunos años el Gobierno nacional había vuelto a activar el CONICET y estaban ingresando muchos más becarios que antes. La realidad es que no tenía idea de que hacer con el título que me habían dado. Mucho menos en Tucumán. Recuerdo ese 2009 buscando trabajo en la provincia, dejando CVs en los lugares más inverosímiles. Solo me llamaron de dos lugares: una panadería y un videoclub. En ninguno me tomaron. Hoy ninguno de esos negocios existe. Quería irme a Buenos Aires a toda costa, un anhelo que ya tenía varios años. Decido competir por una beca.
Viajo a Buenos Aires a buscar directora, quien me acepta. Presento un proyecto para investigar la caricatura política y el humor gráfico en Argentina entre 1955 y 1976 (luego, con los años, eso se convertiría en una muletilla: “¿De qué trata tu tesis?” “Sobre caricatura política y humor gráfico en la Argentina entre 1955 y 1976”, una y otra vez, en cada congreso, en cada seminario, en cada reunión científica). Nunca volví a leer ese proyecto, pero lo recuerdo como bastante desastroso, tentativo, lleno de lugares comunes y de inexperiencia. A pesar de haber hecho una carrera universitaria, no tenía la más mínima idea sobre qué era investigar. Pero la gano y logro mudarme a Buenos Aires.
Se siente como una victoria enorme. También es el inicio de una carrera que no sé adonde me va a llevar, pero no pienso demasiado en eso, interesado como estoy por investigar y por conocer la nueva ciudad.
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Una de las bandas que indudablemente dio sonido a mi experiencia en la “época dorada de los blogs” es Art Brut. Art Brut es una banda inglesa, “creada” por Eddie Argos, un cantante que se caracteriza por su berreo y por sus letras ingeniosas llenas de referencias a la cultura pop, al reviente y a la irresponsabilidad. Parecía hecha para el tipo de persona que escribía un blog de música circa 2003-2007: en su mayoría hombres que nos creíamos ingeniosos, que teníamos un enorme amor por la cultura y presumíamos de nuestro conocimiento. Era una blog band como Cansei de Ser Sexy o The Pipettes, bandas en las que creíamos encontrar el maridaje entre el pop para bailar y divertirse y la seriedad del indie.
Yo los conocí por los blogs de Manuel Moreno y Diego Valladolid, dos españoles que escriben muy bien y que tenían blogs muy bonitos donde hablaban de música hecha con cacharros electrónicos, de David Bowie y The Yummy Fur. Acababan de sacar su primer disco (Bang Bang Rock And Roll) y fueron los darling de la prensa especializada británica por 15 días o un mes. Tenían un tema en donde decían que querían estar en Top of the Pops, ese programa de bandas en vivo haciendo lipsync que fue una institución de la cultura inglesa y ya no existe más. Tenían otro donde hablaban acerca de cómo el hermano pequeño de Eddie Argos había descubierto el rock and roll y eso era preocupante porque lo que seguía era la decadencia moral. Continuaban una tradición inglesa de bandas witty que podía remontarse a The Wedding Present, a Orange Juice, a The Kinks. Ese disco me gustó tanto que escribí algo sobre él para mi primer blog. Lo pueden leer aquí. Yo probablemente no lo relea jamás.
¿Qué pasó con Art Brut después de eso? Pues lo que pasa en general con las bandas infladas por la crítica especializada inglesa durante 15 días o un mes: les dejaron de dar pelota en líneas generales. Sacaron un segundo disco, muy bueno, mejor que su debut, llamado It’s a Bit Complicated. Frank Black produjo sus siguientes dos discos: Art Brut vs. Satan y Brilliant! Tragic!. El primero tenía tapa de Jeff Lemire y una canción que se llama “DC Comics and Chocolate Milkshake”. El segundo tenía una tapa de nada más y nada menos que Jamie McKelvie.
Pero más allá los lanzamientos, la banda fue hundiéndose en la irrelevancia. Los dejaron de llamar para entrevistas, dejaron de ser tapa de revistas, sus discos eran cada vez menos reseñados, jamás tuvieron su breakthrough album que captura la sensación de una época y queda grabado en la historia del rock. Nunca experimentaron mucho, ni salieron de su formato de “banda de rock witty que habla sobre las cosas que le están pasando a Eddie Argos encima de buenos riffs punk cabeza”.
Nada de eso fue una razón válida para que yo deje de amarlos. De hecho, mi amor hacia ellos solo se acrecentó con los años, como se acrecientan los fanatismos que sostenemos de manera individual, frente al mundo, que terminan convirtiéndose en marcas identitarias. “Alguien tiene que amar a esta banda, y ese alguien voy a ser yo”. Con el paso del tiempo mis amigos comenzaron a referirse a ella como “la banda Amadeo”.
Lo cual me plantea la siguiente pregunta: ¿por qué amamos cosas marginales? ¿Por qué entregamos nuestro cerebro y nuestras capacidades analíticas a algo que jamás va a ser IMPORTANTE? Y, volviendo al tema del artículo, ¿qué significa amar a una banda pop perdedora y de nicho? ¿apostar tus fichas a algo que jamás será popular?
Por un lado, existe una explicación bastante directa, que apunta al esnobismo: amamos bandas marginales porque necesitamos un algo que nos diferencie de los demás. Un plus. Algo que nos diga “si, consumimos todas estas cosas que consumen los demás, pero a la vez necesitamos un lugar que nos pertenezca (casi) a nosotros solos”. Esto es contradictorio con el gospel poptimista que he defendido siempre. El poptimismo apunta a sentir comunidad a través del arte, la postura elitista a sentir superioridad o diferenciación a través del arte. En segundo lugar, creo que hay una identificación inconsciente (al menos en mi caso) con el hecho de que sean perdedores. El pop y el rock están hechos de figuras más grandes que la vida y arrasadoras, pero nosotros somos dones nadie. En tercer lugar, creo que también responde al hecho de que hay mucha música, y que la posibilidad de que un grupo tienda al éxito masivo es más bien escasa. No hay tantos lugares en el Panteón. Y por la simple ley de la oferta y la demanda, y de la distribución de productos artísticos, es obvio que inclusive la banda más olvidada tendrá algunos fanáticos.
Además, esto también habla de la crueldad de la creación. Miles de personas inician una carrera con pequeñas y grandes ambiciones: formar una banda, tocar con amigos, grabar un disco, editar un libro, participar de una lectura colectiva, montar una obra de teatro, armar un medio alternativo, viajar a algún lado a presentar lo que hiciste. Algunas de esas cosas se cumplen, pero muy rápidamente llega la frustración por no hacer dinero, las obligaciones, el deseo de dejar de viajar a tocar a bares de mala muerte de pueblos pequeños, el cansancio, la tristeza. Y ahí las bandas se separan, los escritores dejan de escribir, los blogs cierran.
Personalmente, además, creo que me identifico profundamente con Eddie Argos. Por un lado, con su ingenio: siempre hubiese querido ser ese músico de rock que hace chistes basados en la historia y la ridiculez misma del negocio del rock. Por otro lado, por la manera en que combina ese ingenio con una vida de rock disipada: la mitad de las canciones de Argos hablan sobre su relación con la música, la otra mitad sobre el desastre que es su vida, sobre las mujeres que lo abandonan y lo sucia que es su casa y la mucha cerveza que bebe.
Hay una parte de ese paquete con el cual puedo relacionarme por completo: el uso y abuso de sustancias para sentirse bien. Para divertirse. Para recompensarse. Porque el trabajo es un plomazo y la semana no se termina nunca y quiero salir el viernes a tomar cerveza hasta el amanecer con mis amigos. Durante años, quizás más años de los recomendables, mi vida fue eso. Mi vida, a veces, sigue siendo eso. Y a la vez Argos podía hacer chistes, sabía de bandas ignotas, y hacía canciones con guitarras molonas.
También me pregunto por qué, si en los últimos años mi discurso oficial fue que el rock ha muerto y bien muerto está, todavía hay ciertas bandas más básicas que lo básico, puras guitarras y poca inventiva en lo melódico, que me pueden, que me enternecen, que me hacen pensar en cuando era un chico de 15 años que escuchaba obsesivamente Green Day y Rancid y Nofx.
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The Wicked + The Divine es una serie construida sobre mentiras. Toda la mitología que propone la serie en un principio es falsa. Los 12 Dioses, se supone, deben morir porque es la única manera de contener a “la oscuridad”, una de esas amenazas informes que nos presenta todo el tiempo en el comic de superhéroes y que en definitiva son nuestra propia muerte en el espejo. Pero a medida que avanza la serie Gillen y McKelvie van pelando capas y haciendo preguntas: ¿quién es exactamente Ananke, la diosa que los hace “despertar” y que viene acompañando a los panteones a lo largo de la historia? ¿Qué rol cumple Minerva? ¿Quién se oculta detrás de la máscara de Wotan? ¿Qué sucedió realmente con los anteriores panteones? Los misterios más importantes se mantienen sin respuesta, o con respuestas parciales, hasta casi el final. Gillen libera la información muy lentamente, y cada respuesta incita más preguntas. Faltan dos capítulos para que termine y todavía no lo sabemos todo.
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Pero, además, The Wicked + The Divine es una serie construida sobre las mentiras que nos decimos cuando somos jóvenes y queremos ser cool. Es una serie construida sobre la ilusión de la imagen, y sobre la necesidad de hacer sentir a los demás que somos felices, geniales, elegantes, inteligentes, bellos. Construida sobre la asimetría del creador y del fan, presenta primero al creador como algo extraordinario, como alguien que la tiene atada, para luego develar parte del vacío en el que viven sus días.
Hay algo muy importante y es que los dioses van apareciendo de manera escalonada: por lo tanto, hasta que no se completa el Panteón, cada fan puede ser un dios. Laura, quién termina convirtiéndose en Persephone, es una. Similar proceso sufre Nergal (o Baphomet), un goth convertido por el pedido de The Morrigan, diosa que en su “identidad civil” era su “pareja” (más bien una relación de amigovios tímidos y enredados que luego evoluciona hacia algo más oscuro: quién no tuvo de esas en la adolescencia). Lo cual genera la muy palpable sensación en la mayoría de los adolescentes que aparecen en la serie de que “esta semana te podría tocar a vos”.
Es una serie que está obsesionada con la imagen: no por nada uno de los números más inusuales y experimentales de la misma tiene el formato de una revista de música. Allí, cada uno de los miembros del Panteón explica su posición luego de un cambio de status quo. Pero todo es presentado como una maniobra de re-branding. O sea que ese acto de “sinceridad y candidez frente al mundo” tampoco puede escapar el laberinto de ser observado y de tener que presentarse, a la manera goffmaniana, de forma continua en sociedad. Ofrecerse, ofertarse, actuar sinceridad sin admitir que es una actuación. En ese sentido, es una obra que está perfectamente sincronizada con este tiempo (que quizás está terminando) de redes sociales, sobreexposición mediática e incapacidad de vivir una vida íntima. Si Phonogram era blog comics, esto es Twitter e Instagram comics.
Recientemente se estrenó el documental Leaving Neverland y estamos todos discutiendo, una vez más, los casos de abuso de Michael Jackson. No soy un gran experto en MJ, pero si sé que muchas de las versiones más acabadas sobre su vida giran alrededor de su condición de cascara hueca de ser humano. De figura atrapada desde tan temprano en una mansión construida por la fama que nunca supo realmente quién era por fuera de ella.
The Wicked + The Divine se apoya fuertemente en esta visión de la fama como una lenta pérdida de identidad por aislamiento, caja de resonancia, galería de espejos, teatro del terror en donde la persona se encuentra cada vez más desconectada de la vida diaria por su propia notoriedad. Los dioses sobrescriben su personalidad sobre la de los jóvenes. Lo cual es una manera literal de expresar como la “persona pública” destruye al sujeto privado. Esto se expresa sobre todo en los números unitarios en los que nos muestran panteones de épocas pasadas: cada uno de ellos actúa de maneras diferentes de acuerdo al contexto histórico y a la combinación de personalidades de sus cuerpos anfitriones con la “plantilla” que viene de la personalidad del dios.
Volviendo a Michael Jackson y sus horrores: los fanáticos, en general, tendemos a querer pensar que nuestros ídolos son buenos. ¿Cómo es posible que este arte o esta música que me hace tan bien sea producida por alguien espantoso? También tendemos a leer la obra de los artistas (a menos que seas un formalista puro, lo cual es muy aburrido) como, hasta un punto, una expresión de quienes son. Convertimos el discurso artístico de una persona en su discurso público. O, más complejo aún: convertimos el discurso artístico de una persona en una versión larger than life de su vida privada, y nos preocupamos por escudriñar qué se esconde detrás de eso que ha dicho o hecho. Queremos coherencia de nuestros artistas, queremos una fusión perfecta entre vida y arte. Y a la vez queremos que sean buenos, lo cual es imposible: los artistas son seres humanos como todos nosotros y muchos de ellos son horribles. Lo cual no quita que hagan buen arte.
En The Wicked + The Divine esa horripilancia está puesta en primer plano. Los héroes pelean y se destruyen. Pero a la vez son jóvenes, estúpidos, sin demasiado criterio para manejar sus propias “carreras” y aquello que canalizan. Son fácilmente manipulados y explotados. Son arruinados por las mismas personas que deberían protegerlos.
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Vivo en Buenos Aires desde el 2010. Entre el 2010 y el 2015 hago el doctorado. Tengo aventuras. Desperdicio tiempo. Conozco gente. Voy aprendiendo que es lo que es investigar y como se hace. Me doy cuenta de que no tenía idea de casi nada. Elijo hacerme investigador porque descubro que me encanta el trabajo, o al menos parte del trabajo, y porque pienso: “esto es una buena manera de llevar mi pasión por los comics a un ámbito en donde quizás pueda ganarme la vida con ello”.
Sin embargo, ya en ese momento los becarios eran acusados de ñoquis, jipis, vagos, malentretenidos, que estudiaban cosas inútiles. Ese discurso, que se intensificó en los últimos 4 años gracias al espantoso gobierno de Mauricio Macri y su campaña en contra de todo lo bueno, ya estaba presente, en las redes sociales y en cierto sentido común general, antes de su triunfo.
Es difícil no hacer carne una acusación que se repite de forma mecánica y maniática. Durante los años que hice la tesis me preguntaba de que manera poder “devolver”, en la forma de algún tipo de actividad considerada socialmente válida, el dinero, tiempo y trabajo que volcaba en la misma. Es un poco una pregunta que aqueja a aquellos que trabajamos con historieta (seamos dibujantes, investigadores, archivistas, guionistas o críticos): ¿por qué la historieta?
Con el paso de los años he ensayado algunas respuestas a esta pregunta: porque es una fuente invalorable que nos ayuda a entender el tejido social de ciertos momentos históricos; porque es una industria cultural que, bien fomentada, puede brindar identidad y prestigio como lo hace el cine nacional; porque es un arte que se monta sobre una yuxtaposición de lenguajes que no comparte ningún otro, cuyos mecanismos le son propios y tienden siempre a la fuga del sentido; porque es una herramienta con la que se puede dialogar con la pedagogía y la educación; porque es ejemplo de aquella historia perdida de una Argentina que quiso ser potencia industrial; porque los íconos de la historieta, sus personajes y formas narrativas, han colonizado la industria cultural y la imaginación masiva del siglo XXI; porque es un arte noble, que da voz a los oprimidos simplemente con lápiz y papel; y, en última instancia, porque investigar cosas no utilitarias y aparentemente inútiles es una de las formas más elevadas de conocimiento porque se hace por amor al conocimiento mismo, como decía Bertrand Russell.
Sin embargo, es difícil no sentir, en algún lugar de la mente, en el trasfondo de nuestro cerebro, esa vocecita del instrumentalismo capitalista que nos dice: “la historieta no sirve para nada y lo que investigás no le interesa a nadie”.
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Los años 2012-2015 son años dorados para Kieron Gillen en Marvel Comics: de numeritos sin importancia de los X-Men pasa a la serie principal, Uncanny X-Men, y hace un run que vale bastante la pena dentro de lo que fue el pantano de los mutantes de la última década. Su gran obra, sin embargo, sigue los pasos de una operación que ya habían hecho Gaiman, Ellis, Morrison, Moore: le dan una serie casi muerta, Journey Into Mystery, sin su personaje principal (Thor), y la da vuelta y la convierte en el estudio de Loki, un personaje carismático pero atrapado en su rol de villano. El Journey into Mystery de Gillen es una exploración del peso del destino y la atracción de la repetición para los personajes ficcionales, es un paseo por el universo Marvel de la mano del arquetipo del trickster, es una serie melancólica sobre la incapacidad de cambiar. Y se vuelve un hit.
Luego le dan Young Avengers, junto a McKelvie. YA es una serie sobre gente joven escrita en 2014 que logra evitar parecer escrita por un señor que aprende lo que dicen los jóvenes a través de internet y luego lo cita mal. También habla de los padres, y del momento en que descubrimos que no son perfectos y que no van a protegernos más. Es una serie sobre gente joven que reconoce que el conflicto con las figuras de autoridad es algo bueno pero que también sabe las profundas limitaciones que yacen en esa fantasía de la juventud de “rehacer el mundo”. A partir de YA Gillen y McKelvie se convierten en pequeñas estrellas indie.
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El año pasado Eddie Argos y Art Brut sacaron un disco después de siete años. El último fue Brilliant! Tragic!, con portada de Jamie McKelvie: una chica vestida de rojo frente a una tumba abierta, sonriendo, mientras a su alrededor un grupo de hombres y mujeres apropiadamente vestidos de luto, velan al muerto. La chica tiene puestos auriculares y sonríe.
Una interpretación de esta portada, la más evidente, señalaría el descaro: sonreír y escuchar música mientras todo se derrumba a tu alrededor. Lo cual está muy vinculado a la juventud: es, después de todo, ese momento en el que supuestamente no tenemos consciencia de nuestra propia muerte, ni miedo a la misma.
Una segunda interpretación puede ir por el lado de como el arte salva: esa chica, con esos auriculares, continuando con su vida y brillando en su vestido rojo gracias al poder sanador de la música. Hay muchos que somos afectos a esta interpretación, que intentamos encontrar fortaleza, en nuestros momentos difíciles, en el arte, inclusive a veces como un buffer o un anestésico frente a la realidad.
Pero hay una tercera interpretación posible, más triste: lo cool, lo placentero, lo hedonista, lo joven, como antídotos incapaces de evitar la muerte. Si se la lee de esta manera la tapa es más bien triste y delirante: un desafío que a nadie le importa frente a una situación que no tiene escapatoria. Es allí donde la yuxtaposición de “brillante” y “trágico” cobra toda una nueva dimensión. A quién le importa la brillantez enfrente de la tragedia.
Si uno escucha el último disco (titulado “Wham! Bang! Pow! Let’s Rock Out!”) nada pareciera haber cambiado: las mismas letras que hablan de fiestas y de destrucción, acompañadas de referencias a la música y la cultura pop que consumió Argos; las mismas guitarras; las mismas canciones de ruptura adolescente; la misma sensación de una banda existiendo en un rincón de la industria sin mayores aspiraciones. ¿Es esto una resignación feliz o infeliz? ¿Será que ahí están cómodos o es una muestra de sus limitaciones? Hay que admitir que, auralmente, el sonido no cambió desde el primer disco, lo cual parecería responder a su carencia o su desinterés.
Una de mis canciones favoritas es “Good Morning Berlin”, la tercera. En ella, sobre una base de guitarras y baterías ligeramente marciales, Argos cuenta el residuo de una noche en la capital de Alemania:
Warschauer Straße and the rising sun
A pocket full of change and three sticks of gum
The streets ’round here, they all look the same
Spätkauf, Kebab-Shop, again and again
Más allá de lo divertido de la descripción y lo pegajoso de la melodía, la sensación que me deja la canción es agridulce. Argos, un hombre de casi 40 años, hablando de lo larga que fue la noche, lo borracho que está, el poco dinero que tiene, quejándose de los hipsters, buscando solaz en sus menciones de Twitter.
La sensación es de estasis antes que de éxtasis. La canción me hace pensar en como algo que era placentero y diferente se transforma en algo repetitivo y que te impide avanzar. Me hace pensar en el comportamiento adictivo eternamente repetido a medida que el cuerpo envejece cada vez más.
Es un hecho que todas las personas debemos morir. Que todas las personas, además, debemos cambiar. Si no es por la evolución natural de los afectos (la pareja, el matrimonio, los hijos, la muerte de los padres) por el contexto histórico, social, económico, político o geográfico. En general vemos mal que alguien no modifique sus actitudes desde su juventud hasta su madurez. Inclusive tenemos un término para ello: arrested development. También castigamos a los artistas por no reinventarse o profundizar en su propuesta de alguna forma de entrega a entrega. En la música esto es una cuestión muy profunda, y creo que fundamentalmente está atado a los ejemplos de los Beatles y David Bowie.
Hay algunos artistas que logran ser “siempre iguales, siempre diferentes”, como dice Mark E. Smith. Y hay otros, como Art Brut, que simplemente están conformes con continuar como son. ¿Pero qué dice esto de Eddie Argos? Mencioné que tendemos a confundir vida y obra y a leer la obra como un comentario transparente sobre la vida de quién la produce, especialmente en las canciones pop, esas viñetas de minutos que suelen retornar a lugares comunes como el amor, el desamor, el reviente y la soledad. Entonces ¿Es Eddie Argos un borracho empedernido que da vueltas por Berlín? ¿Es Argos un viejo repitiendo su juventud en loop? ¿Es Argos alguien solitario cuyas novias, siempre más jóvenes que él, lo dejan cuando se dan cuenta que no va a cambiar su estilo de vida? ¿Sigue siendo su habitación un desastre de proporciones como lo describía “I Will Survive”, otra de sus canciones? ¿O es todo eso un personaje que actúa y en realidad lleva una vida tranquila y cotidiana en Berlín? ¿Una vida burguesa, normal, en donde sentó cabeza y bebe té?
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Hablemos un poco de técnicas.
The Wicked + The Divine continua la tendencia de Gillen y McKelvie de desafiarse a sí mismos. Aquí logran combinar esa tendencia con una referencia directa a las técnicas de la música. El ejemplo más destacado es el número 14 en donde se narra el punto de vista de Wotan a la manera de un remix álbum: todas las imágenes provienen de números anteriores y solamente el diálogo y la edición es nueva. Ese episodio se encuentra dentro del tercer arco de la serie, titulado sugerentemente “Commercial Suicide” y que reproduce la estructura del Singles Club de Phonogram: un episodio por personaje para profundizar su caracterización. Más adelante está el arco “Imperial Phase” que se divide en dos partes y es, básicamente, el álbum progresivo hinchado y pretencioso que toda banda que crece mucho tiene en su discografía. El anterior, “Rising Action”, es su contraparte, el disco de punk: rápido, sin pensar, lleno de escenas de acción musicalizadas con “Neat Neat Neat”.
La trama principal, por su parte, va acompañada de especiales que exploran las vidas pasadas del Panteón y que van dando información muy lentamente sobre la mitología de la serie, información que tiende a dejarte con más preguntas. En estos especiales es donde Gillen se pone más “literario” y acude a los trucos de otras artes, a diferencia de la serie principal en donde todo gira alrededor de la velocidad y el deslizamiento de la música, objeto artístico que, como ha mencionado Antoine Hennion, se caracteriza por su ser inaprensible. En uno de ellos los protagonistas son Mary Shelley, Percy Shelley, Claire Clairmont y Lord Byron; en otro Gillen explora los misterios de la fe y la inmolación piadosa durante la Alta Edad Media; en un tercero se mete con las discusiones artísticas, filosóficas y políticas del período de entreguerras.
Mientras tanto, en la serie principal pueden dedicar casi un número entero a graficar la muerte de un personaje de manera repetitiva utilizando la grilla de nueve paneles, como si fuese motorik. O tomarse todo un episodio para narrar la pelea entre dos protagonistas que fueron amantes y hoy están distanciados, una lucha en el subterráneo con un tono emo que voltea y que parece un video de My Chemical Romance. O, incluso, darse el lujo (por el cual encima pidieron disculpas) de dejar 9 páginas en negro en un capítulo, como si fuese los segundos que quedaban al final del último tema de un CD antes del bonus track oculto.
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Este año tuve la suerte de vivir en Berlín en febrero y marzo gracias a una beca que me concedió el Instituto Iberoamericano de Berlín, institución de referencia para la investigación de temas latinoamericanos fuera de Latinoamérica. Su archivo es uno de los más grandes del mundo.
Todo fue una experiencia increíble de la que recuerdo:
Ver por primera vez el monumento a los soldados soviéticos caídos en Treptower Park y enloquecer ante su gigantismo.
Los spätkaufs, esos pequeños supermercados de golosinas, cigarrillos y alcohol, abiertos toda la noche y llenos de las más increíbles variedades de cerveza.
Los espacios públicos sin rejas, accesibles durante todo el día.
Los increíbles parques y plazas. Una ciudad verde, donde no importa si vivís en un dos ambientes porque sabés que en cualquier momento podés bajar a la calle y disfrutarla.
El silencio.
La feria de Mauerpark, con sus bateas de vinilos increíbles (y sus recuerdos de la DDR).
Los cuervos.
La gente vestida de negro teniendo alta onda a la vez que están relajados, sin preocuparse por tener onda. La funcionalidad del estilo, que no deja de ser un estilo.
Las voces de la S-Bahn y la U-Bahn cuando llega a una estación y te abren las puertas: “Ausstieg links”, “Ausstieg rechts”.
La presencia de la historia en todos lados, el darse cuenta que la historia del siglo XX pasó por esa ciudad. Y que a pesar de que no esté en primer plano o que no esté cuidado, como Londres y París, está ahí y uno debe descubrirla con tiempo y paciencia.
Y a la vez, la consciencia de que el haber perdido, el haber quedado tan asociada a los nazis y su base de poder, el muro que la dividió y “arruinó” sus espacios, hacen de ella una ciudad humilde, amable, habitable.
Los grafitis, la suciedad, el caos controlado.
Los bares punk donde se puede fumar adentro.
Escanear revistas en el silencio de la biblioteca del Iberoamericano escuchando podcasts.
El Schwuz, tremendo boliche gay donde fuimos un viernes a bailar hasta la madrugada (no intenté entrar al Berghain).
El döner de Mustafa’s Gemüse Kebap.
El cielo sobre Tempelhof, inmenso e interminable, aplastándote contra la tierra.
El Görlitzer Park con sus inmigrantes africanos vendiendo porro.
La oscuridad de la noche, la poca iluminación.
Las calles enormes por las que podés caminar sin chocarte con nadie a cualquier hora.
Pero, a la vez, esa experiencia se sintió como una despedida, al menos temporal, de una carrera en la investigación científica que cada vez se siente como más expulsiva y lejana. En mayo cobré mi último sueldo (bah, estipendio) como investigador. La promesa de un puesto permanente en la academia se aleja como la tortuga de Aquiles: cada vez que uno parece estar un poco más cerca, un poco más preparado, con algunas papeletas más, te corren el arco y las exigencias son mayores, más imposibles. La presentación a becas y postulaciones extranjeras es un trabajo de tiempo completo que desgasta con cada rechazo. Si uno tiene la suerte de viajar y encontrarse con académicos de otras latitudes, se repiten las mismas historias: me quedo sin trabajo, me tengo que mudar, estoy compitiendo por una beca imposible, me separé porque ya no aguantábamos más la incertidumbre.
A la vez, el estilo de vida “a la Eddie Argos” (o la ficción que yo he construido en mi mente que es Eddie Argos): la noche, las drogas, la bebida interminable, ya no me atrae. No quisiera ser un joven perpetuo, aunque si me gustaría siempre estar al tanto de lo que consumen los jóvenes. Me siento empantanado entre un pasado que se terminó y un futuro que no arranca.
Y todo esto me lleva a preguntarme si no elegí mal el camino. Si la creación es un antídoto a la muerte (y eso parecerían estar diciendo Gillen y McKelvie en The Wicked + The Divine) ¿qué tipo de creación elegí? ¿Una vida escribiendo papers que van a leer 20 personas? ¿Y de que forma esto me cambió? Me volvió una bola de neurosis e inseguridades, un competidor nato, una persona que se levanta un día ilusionado y otro deprimido, que se pasó todo un año aplicando a becas imposibles con la esperanza de que alguna lo salvara. ¿Soy un creador o solo un comentarista o, lo que es peor, un burócrata de la academia?
Leer The Wicked + The Divine me hizo pensar en como lo que más deseas en un momento se puede convertir en una prisión. Algo similar les pasa a los miembros del Panteón: querían ser estrellas, querían ser adorados, no les importaba el precio que había que pagar por ello: su individualidad, sus amigos, su privacidad, su reputación. Y al final resulta que era todo un engaño y que lo único que hay al final del arcoíris es desolación, soledad y muerte.
Hay algunas cosas que The Wicked + The Divine no considera: la noción de carrera, la noción de evolución, la noción de envejecimiento. En WicDic tenés dos años y morís. Y en 90 años el ciclo se repite de nuevo. Es un comentario sobre nuestra obsesión con las maquinarias de una cultura que deseamos siempre sea (o al menos aparente ser) novedosa. Pero aquellos que producen arte el tiempo pasa y van a morir. ¿Y que hacemos con el tiempo que tenemos sobre la tierra? ¿Vale la pena pretender la trascendencia? ¿O quizás es mejor, simplemente, encontrar un lugar cómodo y tranquilo desde el cuál hacer lo que nos gusta con poca repercusión? Cualquier respuesta implica dejar partes de uno mismo en el camino porque intentar crear algo, aunque sea pequeño, humilde, para un público reducido, es un acto mágico en el sentido más tradicional de la palabra: una manipulación de símbolos con el objetivo de afectar nuestra realidad. Pero la realidad, casi siempre, es mucho más dura que nuestros sueños.
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