Por Gabriel Reynmann
Un divertimento teórico de los más apasionantes: edificar, buscar una totalidad allí donde no la hay, y la totalidad en cuestión es la carrera historietística de Alex Toth. Esa ausencia de carácter monolítico en la producción creativa no se da precisamente por falta de volumen -lo documentan infinidad de historias realizadas desde la década del ’40-; lo dicta el sentido común disparado por repetición dentro del mundo del comic que estableció que el creador de Bravo for Adventure no es poseedor de ninguna obra maestra idiosincrática en su haber. La pregunta sería si es necesario realmente ser poseedor de un edificio canónico al cual pudiese remitirse un potencial lector (¿y para qué?)
La respuesta no deja de ser razonable. Tanto la difusión desinteresada como el marketing requieren de un enunciado cerrado, un paquete ¿auto?conclusivo que sirva de referencia a la hora de la recomendación –ni hablar en épocas de algoritmos predigeridos hasta el hartazgo-; el faro debe ser fácil de identificar, por más que Internet haya puesto todo a la mano –o quizá justamente por eso- a la hora de investigar.
Escarbando un poco más la superficie, ese carácter irreductible de obra puede obedecer a, qué concepto difícil, la biografía del artista ¿Y si el artista no quiere o no necesita pertenecer a un ismo, escena o inclusive una forma de arte? El caso en particular de Toth es uno de los más paradigmáticos por su famoso mal talante, proclive a pelearse/distanciarse de editores, colegas, fans y, por qué no, de él mismo: la autoexigencia puede ser un limitante poderoso y la inconstancia puede ser un valor negativo solo a ojos de terceros. Ni hablar de ese factor poderosísimo, el capital: si el metal ofrece máximo beneficio en un campo sin tanto prestigio cultural –la animación en el caso de Toth- allá hay que ir, independientemente de las revalorizaciones que haga el público en la posteridad. Pero eso incumbe poco y nada a nos, los lectores, que necesitamos de más (y cuanto menos haya producido el autor, más precisamos); justamente el impacto de estrella fugaz, el corpus –por mínimo que sea- de los revolucionarios fugaces del comic (ahí asoman Bernie Krigstein o Jim Steranko, quizá el ejemplo más representativo del caso) es lo que alimenta aún más el morbo y el apetito de novedad. Allí es donde se cruzan la mercadotecnia (aquello que necesita sacar a la luz la última pieza de arte producida por el autor) junto con la mera afición y la arqueología cultural. Incontables grupos de Facebook lo demuestran y los dedicados a compartir el arte de Alex Toth son de los más activos: allí hay una demanda.
Uniendo sabiamente el repackaging y la curaduría cultural, en el 2015 Dark Horse lanzó un tomo dedicado a recopilar todas las historias de terror realizadas por Toth para Eerie (1966-1983) y Creepy (1964-193), las publicaciones de ese género de la emblemáticas editorial Warren. Aparte de no estar identificado con obras y/o personajes particulares, Toth tampoco suele ser asociado a géneros particulares (¿cuenta como género su pasión por el dibujo de aviones en combate?) por lo cual a alguien no tan interiorizado en el tema podía resultarle llamativa la elección –más allá del indudable piso de calidad-.
Y es que los otros lanzamientos de esa serie sí resultaban más idiosincráticos: Bernie Wrightson, el maestro absoluto del género en el comic, y Richard Corben, otro figurón que no le va en zaga. La presencia de Toth en la serie resalta aún más por tener poco que ver con esa –salvando las lógicas diferencias entre Corben y Wrightson- manera de representar el terror; barroca, rasgada, inclusive ajada, claramente sucedánea de la estética predominante en la EC a través de –principalmente- Jack Davis y Graham Ingels ¿Tenía, acaso, algo que ver Toth con el diamante extraño de la EC, el ya mencionado Krigstein? No pareciera haber nada en común con los elementos constitutivos de la estética del creador de Master Race: ni manierismo formal, ni desbordes expresionistas, ni saltos al vacío en materia narrativa. Si bien Toth era un narrador nato, su puesta en página seguía en líneas generales la misma sobriedad de sus criterios visuales)
El volumen en cuestión, sumado al trabajo de Toth para las antologías de terror de DC Comics a fines de los 60’s (House of Secrets, Witching Hour, House of Mystery) permite acercarse a un decir total y absolutamente propio de Toth sobre el terror con elementos en común fuertemente codificados que habilitan a decir que, sí, hay un abordaje enteramente propio de Toth sobre el género de terror. Hay en síntesis dos elementos a los cuales acercarse a la estética del terror de Alex Toth. El primero es todo aquello que atañe a la tipografía y onomatopeya como significante con carga visual semántica. Es sabido que en el sentido común de la sociedad la onomatopeya es sinónimo de historieta y puede ser un material de significación importante como pocos; cierto es también que pocos antes o después de Toth le otorgaron semejante jerarquía de significación. Quizá en el antes haya una pista: ¿habrá tomado Toth puntas de las historias bélicas de Kurtzman, con el que colaboró? Los sonidos de la contienda bélica ocupaban un lugar preponderante dentro del espacio literalmente físico en las historias del creador de MAD. En la primer página de Black Kiss de Howard Chaykin, con el contestador automático inundando el ambiente, está el -o uno- de los después.
En “The Stuff that Dreams are Made of” (House of Secrets Nº83, 1970, guión de Marv Wolfman) se observa una de los usos más arriesgados y creativos del lettering (otro foco de intervención del artista integral con el mayor grado de injerencia posible en su obra: Toth rotuló él mismo varios de sus comics). Ya desde la splash page inicial con el título de la historia casi como una variante psicodélica/art nouveau de los yeites de Will Eisner – y un retrato del movimiento humano futurista, curioso gesto proviniendo de un detractor de ese tipo de vanguardias, como lo refleja su opinión sobre Picasso. El sonido – o mejor aún, su representación – se presenta clave en la historia. En las viñetas que el protagonista lucha contra el dragón las onomatopeyas ganan un espacio fundamental no en cuestión de ripio visual sino de decir.
Y hablando de espacio narrativo, historias que lidian con en el encierro o la imposibilidad de escapatoria como “Ensnared!” (Creepy Nº76, 1976, guión de Rich Margopoulos) o “Kui” (Creepy Nº79, 1976, guión de Toth) son los sonidos lo que se hacen mostrar cuando todo lo mostrable debe llamarse a ausencia por el avance de la oscuridad. Más arriesgado aún es el diálogo en letreado “Lyla! What’s happening? It’s all fading awayyyyy” (sic) presentado en forma de elipse; fusión total de significante y significado para representar el desvanecimiento del sueño y el regreso a la vigilia. Otro gran ejemplo de esta sustitución es la onomatopeya del cuchillo bajando hacia la víctima, en lugar de la representación gráfica propiamente dicha, en “Rude Awakening” (Creepy Nº7, 1966, guión de Archie Goodwin); en “Mask of the Red Fox” (House of Mystery Nº187, 1970, guión de Robert Kanigher) un elemento central de la tensión de la cacería es la propagación de los ladridos de los sabuesos persiguiendo a la ansiada zorra que desea cazar el protagonista. Y dentro del trabajo tipográfico en general, y su uso como fuerza direccional en particular, hay que destacar a una suerte de fetiche de Toth: los gritos. Ahí están los aterradores (y aterrorizados) alaridos de la víctima de bullying en “Eternal Hour” (Witching Hour Nº 1, 1969, guionista no precisado) o los gritos –otra vez direccionales, acompañan la caída al precipicio- de la víctima de “The Monument” (Eerie Nº3, 1966, guión de Archie Goodwin).
En un avance rápido de páginas, es obvio que el aspecto tipográfico es el que resultará más disruptivo al ojo. Pero el aspecto gráfico propiamente dicho, la representación de caracteres y ambientes, parecía ser un universo cerrado con parámetros bastante marcados. “Devil’s Doorway” (House of Mystery Nº182, 1969, guión de Jack Oleck) y “Fright” (House of Mystery Nº190, 1971, guión de Robert Kanigher) son seguramente dos de las mejores historias de terror realizadas por Toth para DC y son harto elocuentes en lo referido al canon representativo de lo malvado que usaba Toth. Después de un largo proceso de búsqueda y decantación, el artista había dado con su estilo definitivo a mediados/fines de los 60’s: esa línea engañosamente sintética que da la sensación de ser primera toma, el resultado del primer intento al esbozar con el lápiz. Ese grafismo-inscripción estaba definido por un trazo grueso de plumín, seguramente para enfatizar su intensidad. En las dos historias mencionadas, a la hora de representar presencias demoníacas Toth lo hace con un trazo fino –tembloroso, inclusive-, sinuoso, abigarrado, en total contraposición del trazo firme y cuasi recto utilizado para describir las figuras humanas.
El lenguaje gestual y fisonómico en sí dice bastante también: los ojos del demonio de “Devil’s…” tienen forma de óvalos y pupilas de gato; sus pestañas remarcadas al punto de la exageración de la delineación y el subrayado (esa característica también la comparten los adversarios no demoníacos del protagonista de “Fright”; da la sensación de ser un significante de rictus de amenaza y desencajamiento). Otro lenguaje facial no desestimable son las cejas, su arqueamiento: son los significantes del avasallamiento de la realidad no-racional que sufren ambos protagonistas (conectando con el tema onomatopéyico de regreso por un instante, en “Fright” Toth atiende una solución cuasi-conceptual: en la viñeta que tiene que mostrar la amenaza que recibe el protagonista por parte de los demonios haciendo eco, solo inscribe la frase “You live to regret” repetidas veces).
Como buen artista de artistas, o artista de culto, aquellos que acusaron impacto de las innovaciones fueron los lectores que devinieron artistas –el mencionado Chaykin, claro, pero también Marcos Martin y su uso de onomatopeyas, entre tantos otros- pero ese uso del lenguaje historietístico no se ciñe ni tiene por qué ceñirse al género de terror; y por otro lado, seguir al pie de la letra maneras de representación del mal o el peligro tan codificadas y personales es riesgoso hasta para el plagiador más descarado. En medio de desvíos curiosos de su propia estética –la primera página tan Hugo Pratt de “The Reaper” (Creepy Nº 114, 1980, guión de Archie Goodwin) o ese modismo brecciano de la primer página de “The Hacker’s Last Stand” (Eerie Nº67, 1975, guión de Steve Skeates)- asoman la ya mentada “Mask of the Red Fox” y, aún más todavía, “The Killing” (Creepy Nº 1980, guión de Roger Mc Kenzie) en colaboración con nuestro compatriota Leopoldo Durañona.
En “Mask…”, con sus masas de negros pétreos y el grafismo de volumen en forma de jungla de líneas tachando los espacios vacíos adelantan ese ¿subestilo brevísimo? de Toth que llega a su cenit en el relato de autoría visual compartida con Durañona: allí se vislumbran varios de los modismos visuales (los trazos de inscripción, el sentido escultural y estático al mismo tiempo del claroscuro) que Mike Mignola explotaría –con sumo talento, por supuesto- en las páginas de Hellboy o su adaptación de Dracula. Quizá allí sobreviva el aporte más duradero de Alex Toth al comic de terror, haya alguien o no en el bosque para oír caer la hoja.
Gabriel Reymann nació en Buenos Aires, Argentina, clase 1984. Es periodista cultural y artista plástico. Sus colaboraciones se pueden leer y/o ver en las revistas digitales Artezeta y Nueve Paneles. Reza en los altares de Voivod, Boca, Peron y Neal Adams.