Un diálogo entre Damon Lindelof y Alan Moore
Por Roberto Bartual
Anunciando el triunfo del neoliberalismo.
Corría el año 2014. Tres años después de la acampada de la Puerta del Sol, cuando el movimiento del 15-M había mutado ya en una amplia red de asambleas populares, me invitaron a participar en una charla sobre Watchmen, que tuvo lugar al aire libre en el patio del antiguo edificio de la Tabacalera, en Madrid. Faltaba poco para las primeras elecciones europeas a las que se presentaría un partido político nacido de la inercia de aquel movimiento social y los ánimos, tanto de los participantes como del público que asistió a aquella charla, se encontraban revueltos y esperanzados.
Volver a leer Watchmen, justo en aquel momento, me hizo entender mucho mejor algunas de las cosas por las que estábamos protestando; pero también me ayudó a comprender bastantes de nuestros errores: incluyendo la esperanza con la que buscábamos a un héroe que le plantase cara a los partidos que, hasta entonces, se habían repartido el poder. No sé a quién se le ocurrió aquella idea de montar un club de lectura con el fin de hacer un debate político en torno a Watchmen, pero en principio, la elección de la obra parecía adecuada. Y es que Alan Moore, su guionista, se pasó casi toda la década de los ochenta intentando advertirnos sobre los desmanes del neoliberalismo. En Brought to Light: Shadowplay (1988) había esbozado una breve historia de esta versión radical del capitalismo, ligando sus orígenes a las intervenciones políticas y económicas de los servicios secretos estadounidenses en países asiáticos y de Latinoamérica. Igual que Orwell, anticipó en V de Vendetta (1982-89) que los sistemas policiales del futuro usarían los sistemas de vigilancia como la principal de sus armas. Y también denunció en El espejo del amor (1988), cómo los primeros gobiernos neoliberales, y en especial el de Margaret Thatcher, usaron la homofobia y el racismo para la consecución de sus propios fines.
Sin embargo, fue en Watchmen (1986-87) donde hizo su retrato más exacto del tipo de personalidad que da origen al héroe neoliberal: Ozymandias, rey de reyes; un hombre que se disfraza de un antiguo conquistador, pero que en realidad no es más que un hombre de negocios; alguien dispuesto a tratar a los seres humanos como números, si con ello puede avanzar un poco en pos de su idea de un mundo mejor.
Al contrario que V de Vendetta, Moore no describió en Watchmen un estado totalitario. Eran unos Estados Unidos bastante parecidos a los que fueron gobernados por Nixon, o a los que, por aquel entonces, estaba gobernando Ronald Reagan. Por muchos epítetos que podamos ponerles a estos dos personajes, Watchmen no estaba juzgando un Estado donde la población estuviera sometida a leyes y normas explícitamente destinadas a suprimir la voluntad del individuo; el tema de Watchmen no era el totalitarismo, como ocurría en V de Vendetta donde el modelo descrito era el fascista; o 1984, donde Orwell se despachó con el comunismo estalinista. No, de lo que estaba hablando Watchmen, no era de un futuro amenazador, sino del presente. Estaba hablando de una sociedad donde a la población no se la controla poniéndole una pistola en la cabeza, sino a través del consumo y del entretenimiento. Una sociedad donde se utilizan recuerdos y la nostalgia para hacer que la gente viva en el pasado neutralizando toda perspectiva crítica sobre el presente.
En ese sentido, Adrian Veidt, el Ozymandias de Watchmen, se convirtió en el villano neoliberal por excelencia. Un filántropo, como Emilio Botín o Amancio Ortega. Pero un filántropo inteligente. De esos que saben que la guerra es mala para el mercado. Las guerras crean oportunidades para la industria armamentística y para las constructoras, es cierto, pero en realidad, sus consecuencias son demasiado imprevisibles para jugarte todos los cuartos a esas dos bazas, y más cuando lo que se pone sobre la mesa es la guerra nuclear.
Por eso, Adrian Veidt decidía salvar el mundo en Watchmen. Al fin y al cabo, es lo mejor para los negocios, y el plan que se le había ocurrido era mucho mejor que el de los mesías que le antecedieron. Mucho mejor que los planes de Cristo. Mucho mejor que los de Hitler. Y es que Adrian Veidt se había dado cuenta de algo en lo que ellos no repararon: que todos los mesías, más tarde o más temprano acaban cometiendo algún error, y nada nos resulta más decepcionante que el darnos cuenta de que nuestros héroes, nuestros mesías, son después de todo seres humanos. Puestos a darle un mesías a la gente, ¿no sería mejor que éste permaneciese en un segundo plano? Que una vez salvado el mundo, se retirase haciendo creer a todos que se han salvado por sí mismos. Es sabido el dicho: el mejor truco del diablo es hacerle creer al mundo que no existe. Por eso Adrian Veidt se retira en la Antártida después de hacer su trabajo. Lanzar un pulpo gigante sobre la ciudad de Nueva York para convencer a las potencias mundiales de que se encuentran amenazadas por una raza extraterrestre. “Y les metió tanto miedo con ello”, como dice Laurie Juspeczyk en la serie de Damon Lindelof, “que dejaron de temerse los unos de los otros” (Lindelof, 2019: episodio 3).
El Neoliberalismo es el poder en la sombra, igual que Adrian Veidt. Es el hacernos creer que estamos decidiendo nosotros cuando la decisión ya ha sido tomada de antemano. Es el convertir una postura ideológica en un acto de consumo. El elegir la representación como verdad última y el ocultar la realidad tras excusas. En definitiva, todo lo que encarna Ozymandias. Porque todo lo que vende Adrian Veidt a través de sus empresas adolece de la misma falsedad: figuras articuladas de Ozymandias con su propia galería de villanos, un perfume llamado “Nostalgia” que nos promete el regreso de felices tiempos pasados; incluso un método patentado de mejora personal que mezcla técnicas de yoga con meditación y autoayuda (Moore y Gibbons, 1986-87: capítulo 11, pp. 30-31). A juzgar por la época en la que se publicó Watchmen, el modelo en el que se inspiraron los negocios de Ozymandias bien pudo haber sido el imperio del gurú neoliberal Osho; pero si Adrian Veidt hubiera nacido un poco más tarde, seguro que hubiese seguido los pasos de Mark Zuckerberg o de Elon Musk, erigiendo empresas para reestructurar las relaciones humanas a través de algún sistema electrónico, o para lanzar cohetes rumbo a Júpiter y más allá.
Así que sí: Watchmen era la obra ideal para hablar de todo lo que estaba pasando en aquel momento esperanzado en el que algunos creíamos que estaba a punto de surgir una alternativa clara frente al neoliberalismo. Cuál sería mi sorpresa cuando, en algún momento de la charla, varios de los ponentes animaron al joven público a oponer resistencia al sistema siguiendo el ejemplo de Rorschach. Porque el diario de Rorschach lo contaba todo. Toda la verdad sobre quienes nos gobiernan.
Y solo la verdad puede salvarnos. ¿O no?
Un falso “happy-ending”
Yo quería que Rorschach fuera un poco como “vale, sí, esto es lo que sería Batman en el mundo real”. Pero me olvidé que, en realidad, para un montón de fans el oler mal o el no tener una novia son cosas que tienen un sentido casi heroico. Y así fue como Rorschach se convirtió en el personaje más popular de Watchmen. Yo quise que fuera un mal ejemplo, pero entonces me encuentro con gente en la calle que me dice: “¡Yo soy Rorschach! ¡Esta es mi historia!”, y bueno, lo primero que se me pasa por la cabeza es: “pues vale, me parece genial, pero por favor apártate de mí y ten la decencia de no cruzarte en mi camino de ahora en adelante”. (Moore y Pindling, 2008)
Lo que más me extrañó, claro, no es que vieran a Rorschach como un “resistente”. Lo era, evidentemente. También Travis Bickle en Taxi Driver, pero no por ello dejaba de ser un fascista, de pensamiento, en lo que decía y en lo que hacía. ¿Alguien recuerda aquella escena en la que fingía disparar a los bailarines negros de Soul Train? Y lo cierto es que Rorschach no se quedaba muy lejos de Bickle: hasta su diario cumplía con la misma función que la voz en off en la película de Scorsese. Y no era solo la cantidad de barbaridades que el primero decía y el segundo escribía. Era también lo que ambos hacían. Sin ir más lejos, una de las primeras veces que vemos a Rorschach en acción, éste entra un bar donde se reúne gente más o menos marginal; ya se sabe, ese típico bar de barrio donde se juntan los porretas, y le empieza a romper los dedos a uno de ellos, al azar, esperando que el resto confiese quién ha matado al Comediante, un ex agente de la CIA.
Cualquier persona sensata le diría a Rorschach, ¿y esta gente qué puede saber sobre algo así? Si el Comediante trabajaba para el gobierno, ¿no sería mejor preguntarle a la gente apropiada? Pues no. Para Rorschach, la respuesta está en los pequeños crímenes que se cometen en la calle. Y aunque, lógicamente, no obtiene ninguna respuesta de los ladrones de poca monta a los que amenaza, eso no le impide acabar de romperle los dedos a aquel pobre diablo, ni anotar en su diario, al salir del bar: “dejo a las cucarachas humanas para que discutan sobre su heroína y sobre su pornografía infantil” (Moore y Gibbons, 1986: capítulo 1, p. 16).
No sé de qué modo, ni en virtud de qué proceso mental, puede llegar nadie a pensar que Rorschach es un personaje “guay” o, peor aún, que puede representar alguna alternativa para el cambio. Pero, desde luego, varios de quienes participaron en aquella charla sobre Watchmen lo hicieron; o, al menos, así interpretaron el final de la obra. Rorschach era el testigo de la verdad. Había anotado en su diario todas las barbaridades que, en secreto, había cometido Ozymandias, forzando luego al Estado a ocultar la verdad. Rorschach, con su estilo florido, había hecho en su diario un retrato perfecto de las cloacas del estado. La prueba definitiva de que, efectivamente, habíamos estado viviendo una mentira.
Y todos deberíamos reunirnos en torno a la verdad.
Pero ¿en qué momento podrían haber querido Alan Moore y Dave Gibbons que hiciésemos una barbaridad parecida? Para empezar, Moore era, y sigue siendo, anarquista; y las alternativas de futuro que planteaba en el ambiguo final de Watchmen no eran, precisamente, alentadoras. Por un lado, Ozymandias, se erguía triunfante. Pero su plan de salvar al mundo haciéndole creer en una amenaza extraterrestre conlleva la muerte de millones de personas. ¿Es ése un coste aceptable por librar al mundo de la guerra fría o de cualquier otro tipo de guerra?
Pero igual de terrible habría sido la otra posibilidad que se abre con el hallazgo del diario de Rorschach; porque, recordemos: su diario no ha caído en pila de cartas al director del Washington Post precisamente, sino en la de una publicación de corte fascista llamada New Frontiersman. ¿Qué hubiera pasado si una revista de este tipo hubiese descubierto el pastel? La Unión Soviética hubiese reanudado las hostilidades de inmediato, con la justificación adicional de estar enfrentándose, ahora, a un verdadero monstruo. Un país capaz de aniquilar a la mitad de los habitantes de una de sus ciudades más pobladas, ¿qué sería capaz de hacer con los ciudadanos de una potencia enemiga? Si yo fuera el Premier Soviético, apretaría de inmediato el botón. Aunque los rusos también podrían inclinarse por una opción más estratégica. Seguir amenazando con la lluvia de bombas y esperar a que los estadounidenses se matasen entre ellos. Porque la situación interna que la verdad habría producido en el país no es nada halagüeña. ¿Qué efectos habría tenido la verdad en su tejido social? El triunfo de la verdad hubiera sido un triunfo de la extrema derecha. Basta solo con imaginar qué pasaría con esos millones de votantes que hoy votan a Trump, toda esa gente que piensa que para salvar a su país hay que cerrar las fronteras a todo lo ajeno, ¿qué pasaría si, de repente, se descubriera que un multimillonario progresista que financia al Partido Demócrata, digamos, por ejemplo, Bill Gates, hubiese matado a tres millones de personas con un, ejem, buen motivo? Probablemente no hubiera habido vuelto a haber un gobierno demócrata en todo un siglo.
Quienes vindicaban a Rorschach en aquella charla pensaban que se todo el mundo se reuniría en torno a su espíritu para traer una nueva era de honestidad y prosperidad; pero lo cierto es que, la publicación de su diario, lo único que habría conseguido era la reactivación de la guerra fría. Y de manera inmediata. Más que nunca, la Unión Soviética se habría sentido justificada para aniquilar a los estadounidenses. Un país que primero mata a millones de los suyos y, después, inicia un meteórico cambio político hacia el fascismo. Demasiado parecido a la Alemania nazi, ¿verdad?
Pues bien por el final feliz de Watchmen.
Y es que lo que este final representa no es el triunfo de la verdad sino la visión de un lúcido anarquista sobre lo que estaba pasando durante la segunda mitad de los ochenta. En Inglaterra, en los Estados Unidos, en la Europa que nos estaban dejando Thatcher y Reagan solo había dos opciones. O seguir viviendo bajo la falsa creencia de que el libre mercado nos iba a proporcionar todo lo que necesitáramos, o la extrema derecha. Es decir, el comienzo de la desaparición del estado de bienestar.
Treinta años después, Lindelof habla de nuestro presente
En realidad, más de treinta, porque la serie de televisión creada y escrita por Damon Lindelof para la HBO está ambientada en la actualidad. Y aunque viene a continuar las peripecias de algunos de los personajes de Watchmen, en realidad, más que una continuación, podríamos decir que se trata de una relectura de la obra original a la luz de los tiempos que corren. Un estudio sobre las posibilidades sociales y políticas que se nos abren después del descubrimiento del diario de Rorschach.
Se ha dicho mucho que si Alan Moore viese la serie de Lindelof probablemente estaría orgulloso de ella; cosa que su propio yerno, John Reppion, se ha ocupado de rebatir (Reppion, 2019). El escritor de Watchmen ha ido acumulando una buena dosis de rabia a lo largo del tiempo; al fin y al cabo, la DC prometió devolverle los derechos de su obra cuando ésta dejase de reeditarse, cosa que no ha ocurrido nunca (Epstein, 2019). Pero también hay otra razón por la que a Moore no le gusta hablar de Watchmen y es que, según ha confesado en algunas entrevistas, se encuentra ya muy alejado emocionalmente de aquel cómic que hizo con Dave Gibbons. “Ni siquiera tengo un ejemplar en mi casa”, confesó a un periodista de The Guardian hace diez años, con motivo del estreno de la película de Zack Snyder (Rose, 2009).
Lo cierto es que, probablemente, Alan Moore nunca llegará a ver la serie de Damon Lindelof; así que no importa si éste ha sido respetuoso con sus personajes o no, como tanto se dice. Pero lo que sí importa es que Lindelof parece haber entendido mejor que otros el final que Alan Moore escribió para su novela gráfica.
La premisa consiste en situar la nueva serie en 2019, el mismo año de su estreno, pero en la misma realidad alternativa que Moore y Gibbons presentaron en 1986. La inmersión del espectador en este mundo ficticio se va produciendo de forma gradual. Poco a poco irá descubriendo qué es lo que ha pasado durante esos treinta y cuatro años; pero, durante los primeros episodios ni siquiera importa demasiado lo que ha ocurrido con los personajes originales: la serie se centra en los cambios producidos en la sociedad estadounidense tras la hecatombe neoyorkina provocada por Adrian Veidt. Nixon ha perdido las elecciones y, en su lugar, Robert Redford ocupa el despacho oval de la Casa Blanca, como ya se predecía en la última página del cómic. Los Estados Unidos y la Unión Soviética (si es que ésta sigue existiendo) se encuentran en paz. De hecho, nadie en la patria de Redford sigue preocupado por aquel conflicto ideológico; incluso la policía del estado de Oklahoma cuenta entre sus filas con un superhéroe comunista que responde al nombre de Red Scare y habla con acento ruso. Vietnam se ha convertido en una colonia de los Estados Unidos, un poco como Puerto Rico, solo que en este caso no solo se mantiene en vereda a la gente a base de quitarles derechos constitucionales; también lo hacen recordándoles constantemente que el Dr. Manhattan anda suelto por ahí, y si ya destruyó su país una vez, puede hacerlo otra. Y en cuanto al Dr. Manhattan, ya que hemos empezado a hablar de él… Lo cierto, y esto es mejor que no lo sepan los vietnamitas, es que no parece estar en Marte vigilándonos como suele recordarnos el presidente Redford en sus discursos. Por lo visto, se ha alejado mucho más de lo que pensábamos, y nos ha dejado más abandonados a nuestra suerte de lo que nos podríamos imaginar.
De entre todos los acontecimientos históricos que se han producido en este tiempo, hay uno de especial importancia al comienzo de la serie: la llamada “Noche Blanca”. Es el nombre que reciben los ataques terroristas perpetrados por una banda de extrema derecha denominada “La Séptima Caballería” (que, en realidad, no es más que el Ku Klux Klan con otro nombre) contra varios miembros de la fuerza de policía de Tulsa y sus familias. ¿Y qué símbolo han elegido estos hillbillies armados hasta los dientes para tapar sus caras durante los asesinatos? La máscara de Rorschach, por supuesto. Después de estos acontecimientos, ocurridos en el año 2016, el gobernador de Oklahoma, perteneciente a una de las alas más reaccionarias del Partido Republicano, consigue aprobar una ley que obliga a llevar máscaras a todos los agentes de la ley. Los agentes rasos se cubren la cara con máscaras amarillas, pero un conjunto selecto de funcionarios recuperan el espíritu de los Minutemen originales disfrazándose con uniformes de fantasía como los superhéroes de toda la vida.
Esta nueva ley marca el statu quo en el que da comienzo la serie, igual que el Acta de Keene lo hacía en el cómic de Moore y Gibbons. Si el Acta de Keene suponía la prohibición del vigilantismo y el inicio de las acciones clandestinas de Rorschach contra el crimen callejero, la nueva ley del estado de Oklahoma, al suponer en cierto modo una “nacionalización” de la figura del superhéroe, acaba por dar un fuerte empujón a la carrera política del ala más extrema del Partido Republicano. Si taparles la cara a los agentes de Oklahoma ha funcionado tan bien, ¿por qué no hacer lo mismo en el resto del país para prevenir futuros ataques terroristas?
Al igual que el 11 de septiembre en nuestra realidad, la “Noche Blanca” supone un trauma colectivo que facilita, después de unas pocas reformas legales, que la población considere aceptable renunciar a un buen puñado de sus derechos civiles a cambio de una mayor sensación de seguridad. No es ninguna sorpresa cuando se descubre que es el propio gobernador de Oklahoma quien se esconde detrás de estos ataques contra las fuerzas del orden, financiando a la “Séptima Caballería” para convertir el país en un estado policial.
Lo peor de todo es que la “Séptima Caballería”, esos hijos de Rorschach que no parecen tener los mismos prejuicios que Alan Moore hacia el olor corporal y la sociopatía, tienen una justificación moral importante. Ellos han leído el diario de su héroe y saben que la estratagema del pulpo fue un complot ideado por Adrian Veidt con el fin de echar a Nixon del poder y poner como presidente a un títere de izquierdas que hiciera las paces con el resto de potencias mundiales. Y también saben que todo esto es sabido por Redford desde su primer mandato, y que durante todo este tiempo le ha estado ocultando la verdad a los ciudadanos. Solo los medios de extrema derecha como el New Frontiersman conocen la verdad y esta información, sabiamente administrada, puede suponer un viraje de signo político muy importante en futuras elecciones.
Propongamos una situación de política-ficción más cercana a nuestra realidad Es como si, dando la vuelta al rizo sobre lo que ocurrió en España tras los ataques terroristas de Atocha, algún periodista de extrema derecha como Federico Jiménez Losantos nos revelase que detrás de los atentados en Barcelona de 2018 se encontrase el independentismo catalán, y además de todo, tuviese las pruebas necesarias para demostrárnoslo. ¿Cuántos votantes cambiarían su voto a la extrema derecha después algo así?
En realidad, la situación se parece bastante a la que dio el poder a Hitler en Alemania. Terapia de shock de manual: partiendo de una situación real de ahogo que, en este caso, tuvo que ver con la elevadísima inflación y depresión económica causada por las reparaciones de guerra, Hitler usó la rabia y el miedo del electorado para volcarlos sobre un enemigo virtual, los judíos, y convertirlos en votos para su partido. ¿Y no es así como la extrema derecha se ha comportado siempre? Diciéndonos que las cosas no son como son, que quienes nos gobiernan tienen, en realidad, intereses que nada tienen que ver con los nuestros, que vivimos una mentira creada para preservar los intereses de los poderosos, que nos ahogan para impedir que hablemos, que nos maniatan para que no podamos señalar a los verdaderos culpables. Que la única teoría que tiene sentido en el mundo en que vivimos es la teoría de la conspiración.
No hace falta forzar mucho la imaginación para concebir una extrema derecha así porque esta es, precisamente, la extrema derecha que tenemos.
(Continúa la semana que viene)
Roberto Bartual (Alcobendas, 1976) es doctor por la Universidad Autónoma de Madrid, y profesor en la Universidad Europea de Madrid. Es co-autor de La Casa de Bernarda Alba Zombi y traductor. Actualmente colabora con el colectivo Dátil (Dramáticas aventuras) y Julián Almazán como guionista en varios proyectos relacionados con el cómic. Sus relatos pueden encontrarse en las antologías Ficciones y Prospectivas. Es editor y redactor de la sección de cómic de la revista Factor Crítico. Ha publicado los libros Narraciones Gráficas (Ediciones Marmotilla, 2014) y Jack Kirby, Una Odisea Psicodélica (Ediciones Marmotilla, 2019).
Gran artículo. No deja de llamarme la atenciòn, sin embargo, que denuncie una gran conspiración al mismo tiempo que habla peyorativamente de quienes denuncian conspiraciones. La historia ha dejado claro que la conspiración es la ÚNICA realidad de la política, como para venir a acusar de conservador a alguien a esta altura porque expresa que existe una manipulación política y mediática. Siempre hay manipulación, es la forma de operar del sistema, de este y de los previos. Y luego, repito, se explaya en destapar la conspiración de los conspiranóicos de deracha que exacervan la xenofobía y el clasismo como respuesta a otra supuesta conspiración. No se puede creer o no en la conspiración según el signo político, no es de deracha o de izquierda, es totalmente superadora, Hay que asumirla como una realidad intrínseca al poder y la ingeniería social que este implica. O ser un iluso, conservador o progre, pero iluso al fin. El mismo análisis que hace sobre Ozymadias como progresista neoliberal contradice su argumento de una manera tan directa que impresiona que el autor no lo haya notado: lo que describe es el enfrentamiento de dos grupos de conspiradores.
Más allá de esta crítica que estoy escribiendo, me motiva a responder que la nota es realmente apasionante. El sesgo ideológico la hace incurrir en un error de razonamiento (una lógica de doble vara), pero como instrumento crítico para con la obra de Moore es oro puro.
Saludos estimados!
Gracias por tus comentarios, Gaspar. Me alegro de la que lectura de mi artículo te hiciera escribir estas líneas. Lo que has escrito me han hecho pensar sobre lo que quise decir en el artículo acerca de las conspiraciones y en lo que pensaba realmente cuando lo escribí. Lo escribí para hablar de la gran conspiración que, como anarquista, denuncia Moore: la terapia del shock. Una serie de recetas neoliberales para los “tiempos de crisis” suficientemente documentadas, por Klein y otros autores, que además son independientes de un signo político concreto; aunque fundamentalmente, sí, ha aplicado la derecha. Por otro, es verdad que critico una actitud de los conspiranoicos de derecha que denuncian “conspiraciones de la izquierda”. Quizá por no dar un tono local a mi texto, no mencioné casos concretos, pero realmente en lo que estaba pensando en el discurso de la extrema derecha de mi país, un discurso que está empezando a tener una gran aceptación en las clases populares. Es un discurso que sigue esta línea: “el gobierno facilita las cosas a los inmigrantes ofreciéndoles ayudas económicas que no ofrece a los españoles” o “el gobierno está conspirando con grupos de ideología extrema, como los grupos feministas, para tergiversar la naturaleza de las relaciones históricas entre mujeres y hombres, y favorecer la toma del poder por parte de las primeras”.
Creo que hay algo muy cierto en lo que dices: que hay que asumir la conspiración como una realidad intrínseca al poder, así como hay que asumir también la ingeniería social que esta implica. Pero me resisto a usar la misma palabra, “conspiración”, para designar dos realidades sociales bien distintas como las que acabo de intentar describir. Una, es una auténtica obra de ingeniería social, urdida desde las universidades y aplicada en la carne de los sujetos económicos en estado de shock después de una catástrofe natural, financiera y, en estos mismos momentos, sanitaria; y una obra de ingeniería social que, además está lo suficientemente documentada y probada. La segunda, la “conspiración” pro-inmigrante de la que habla la derecha en estos momentos, la derecha de Europa, es simplemente una mentira. O por lo menos lo es en España; estoy casado con una persona inmigrante y sé perfectamente que los argumentos que usa la extrema derecha son totalmente falsos: incluyendo el de inventar ayudas financieras que no existen, con el agravante de que el gobierno pone todas las trabas burocráticas posibles a quienes, viniendo de fuera, empiezan a contribuir a su sistema económico. La izquierda no usa mentiras cuando denuncia la terapia del shock; no sé si las hay cuando denuncia otras cosas, pero esto no. Sin embargo, la derecha sí las usa cuando denuncia la conspiración pro-inmigrante de la izquierda (cosa que, si la menciono en mi artículo es porque, de manera periférica, aparece en la serie de Lindelof).
Sin embargo, a lo mejor el otro ejemplo, el del feminismo, sí sirve mejor para ilustrar tus palabras y tu opinión de que debemos asumir la idea de la que conspiración es la única realidad política. Porque el feminismo sí es también ingeniería social. También surge en las universidades y, poco a poco, va infiltrándose en los estamentos políticos, se va infiltrando también en la sociedad, alterándola económicamente. Y su objeto es tomar el poder. Igual que la terapia del shock, el feminismo es también conspiración. Lo que ocurre es que, por lo menos a mí, me parece una conspiración deseable. Sinceramente: tal vez tenga tanta convicción en ello como Milton Friedman la tenía en la desregularización del mercado.
Pero, no, al hablar de los “conspiranoicos de derecha” lo que tenía en mente son sus denuncias de conspiraciones ficticias, basadas en mentiras que no tienen apoyo en ninguna realidad documental. Hay muchos tipos de conspiraciones: de derechas y de izquierdas. El hecho de que alguna de ella nos guste y estemos de acuerdo con ella no quita el hecho de que siga siendo una conspiración. Sin embargo, hay otras “conspiraciones” que son, simplemente, inexistentes; y creo sinceramente que las raciales son una de ellas. Por una sencilla razón: las conspiraciones, los planes de ingeniería social se construyen en torno a una idea de clase, no de raza. La “conspiración judía” de la que hablaba Hitler no existía: por el simple hecho de que el campesino judío no puede conspirar junto con el industrial judío. No existe la “conspiración de los inmigrantes” en Europa por el mismo motivo. Y ahí es donde entra la mentira.
Me ha parecido interesantísimo el tema que has sacado sobre lo que puede ser o no una conspiración y, me alegro mucho de discutirlo, porque esto es lo verdaderamente fructífero, y no los halagos que luego no dan pie al debate.
Vaya Roberto, es que estas precisiones que das aclaran exactamente el cuestionamiento que yo estaba planteando, lo aclara al detalle y suscribo cada una de tus palabras. La agenda mediática feminista y el feminismo como forma de construcción de poder es un hecho, y uno doblemente perjudicial en el punto que la derecha se vale de estas manipulaciones para extenderlas a sujetos sociales en situación vulnerable, como inmigrantes en todos lados, pobres y villeros aquí en Argentina “la conspiración para regalarle la plata de los trabajadores honrados de clase alta y media a esos vagos que arruinan el país”, mentira deleznable y carente de todo sustento lógico. El problema es que la gente compra el paquete progre o el paquete derechoso completo, sin atender a los matices en los que se encuentra la verdad de la situación, que tan bien has descripto. Sobre todo, siempre me jode que ambos bandos usan la palabra conspiración para endilgarsela al otro bando… cuando en esta sociedad la palabra “conspiranóico” es el sinónimo mas aproximado de “persona lúcida y razonable” que tenemos disponible en el lenguaje.
Un placer leerte, el artículo y este excelente comentario.
Gracias! un saludo trans-oceánico