Un diálogo entre Damon Lindelof y Alan Moore
Por Roberto Bartual
Una América sin Robert Redford
Si lo pensamos bien, la distopía que los Estados Unidos vive en estos días es aún más esperpéntica y caricaturesca que la que plantea Lindelof en los Watchmen de la HBO. Aquí y ahora, el “líder del mundo libre” no es Robert Redford, sino Donald Trump: una especie de Ozymandias de derechas medio perturbado capaz de embarcar a un sector muy amplio de la población de su país en una cruzada de odio racial y de clase.
Pero a pesar de que, hoy en día, el presidente de los Estados Unidos se parezca más a un villano de Frank Miller que a uno de Alan Moore, muchos de los cambios que buscaba Ozymandias con su megalómano plan en Watchmen, han acabado materializándose tanto en nuestra realidad como en la ficción. Entre ellos, el desmantelamiento del bloque soviético y la desaparición progresiva del comunismo como un sistema económico que pudiera amenazar de forma directa al capitalismo. La antigua amenaza del bloque soviético ha sido reemplazada en el imaginario estadounidense por un villano de opereta que, a veces, responde al nombre de Kim Il-Jung. Por mucho que siga utilizándose el anti-comunismo en el discurso de derechas estadounidense, los miedos que disparó en su momento la guerra fría han sido sustituidos por otros como el miedo al islamismo o el miedo a la inmigración. Las grandes oposiciones ideológicas entre los bloques de derecha y los de izquierdas se han ido difuminando poco a poco bajo la égida del libre mercado; y, poco a poco también, hemos ido acostumbrándonos a la pérdida de un montón de derechos que décadas de lucha obrera nos habían hecho ganar: algunos de nuestros derechos laborales, casi todo el poder que tenían los sindicatos para presionar y negociar con la patronal, la protección efectiva del precio de la vivienda por parte del Estado… Incluso hay quien, hoy en día, pone en tela de juicio el derecho a que todos disfrutemos de una sanidad pública y gratuita, por no hablar del sistema educativo.
El tremendo esfuerzo que hizo Margaret Thatcher por desmantelar el estado del bienestar, así como las progresivas medidas de Ronald Reagan por liberalizar la economía estadounidense, inspiraron casi todas las fantasías distópicas que se le ocurrieron a Alan Moore durante la década de los ochenta. De entre todas ellas, Watchmen es, seguramente, la más certera, por lo bien que anticipó el tipo de villano que habría de sustituir a gente como Thatcher, Pinochet o Reagan. Alguien que controlase a la población mediante el control de la economía; o mejor dicho, mediante el control de los deseos y de los miedos. Alguien, como Ozymandias, que pueda prever si se avecina una guerra con solo mirar qué tipo de anuncios echan por televisión. “Músculos aceitosos con rifle, osos pastel, corazones de San Valentín, yuxtaposición de deseo, violencia e imágenes infantiles, deseo de estar libres de responsabilidad” (Moore y Gibbons, 1986, capítulo 10, p. 8). Alguien que sepa que, una vez analizada la información, y ante la fatalidad de una guerra, el objetivo no es comprar armas ni municiones (la necesidad de estos productos solo dura lo que dura la guerra) sino invertir en la industria pornográfica y en productos relacionados con la maternidad. Si Moore hubiese escrito Watchmen un par de décadas más tarde, la guerra de Irak hubiera inspirado a Ozymandias muchas mejoras en su cartera de inversiones: empresas petrolíferas, construcción, cárceles privadas y, sobre todo, la industria de seguros.
Ozymandias representa perfectamente lo que Naomi Klein denominó “capitalismo del desastre” (Klein, 2008: 6), el cual encontró su mejor ejemplo dentro de nuestra realidad en los experimentos económicos diseñados por Milton Friedman y la Escuela de Chicago. El “capitalismo del desastre” consiste en la búsqueda de oportunidades de negocio después de una situación de shock colectivo a nivel social y económico. Para Klein esta estrategia se ensayó por primera vez a nivel nacional después del golpe de estado de Augusto Pinochet, cuando éste contrató a Friedman como asesor económico:
Los ciudadanos chilenos no solo estaban conmocionados después del violento golpe de estado de Pinochet, sino que el país también vivía traumatizado por un proceso de hiperinflación muy agudo. Friedman aconsejó a Pinochet que impusiera un paquete de medidas rápidas para la transformación económica del país: reducciones de impuestos, libre mercado, privatización de los servicios, recortes en el gasto social y una liberalización y desregulación generales. Poco a poco, los chilenos vieron cómo sus escuelas públicas desaparecían para ser reemplazadas por escuelas financiadas mediante el sistema de cheques escolares. Se trataba de la transformación capitalista más extrema que jamás se había llevado a cabo en ningún lugar (Klein, 2008: 7-8)
Milton Friedman acuñó una fórmula para referirse a esta dolorosa táctica: el “tratamiento de choque económico” (Klein, 2008: 8). Después del “experimento chileno” es posible encontrar numerosos ejemplos de la aplicación de este mismo principio: en la guerra de las Malvinas de 1982, que permitió a Margaret Thatcher superar las crisis de las huelgas mineras; o en la reconstrucción de Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina, que fue aprovechada por una red de políticos republicanos y de empresas constructoras para eliminar proyectos de construcción de pisos a precios asequibles para sustituirlos por promociones urbanísticas de alto standing (Klein, 2008: 3). Esto por no hablar de una de las últimas propuestas del propio Friedman, quien, a raíz de la crisis del Katrina, abogó por aprovechar la destrucción de muchas escuelas, acabar de una vez por todas con el sistema local de educación pública facilitando a las familias cheques educativos para poder estudiar en escuelas privadas financiadas con dinero público (Friedman, 2005).
El “capitalismo del desastre” aprovecha la falta de iniciativa colectiva que se produce después de una situación de shock para identificar nuevas oportunidades de negocio. En realidad no importa demasiado si la causa del shock es fortuita, como en el caso del Katrina, o si ha sido provocado deliberadamente, como ocurrió en Chile, cuyo golpe de estado fue bendecido por Kissinger. Si lo pensamos bien, el plan urdido por Adrian Veidt en Watchmen no dista mucho de las propuestas de Friedman. Una primera parte de su plan consiste en desactivar la protección que usa el gobierno estadounidense contra la amenaza nuclear soviética, el Doctor Manhattan. Fuerza su exilio en Marte haciéndole creer que ha provocado cáncer a un buen número de amigos y seres queridos y, cuando los soviéticos se envalentonan tras su desaparición e invaden Afganistán, la población estadounidense queda sumida en un estado de desesperación absoluta ante una guerra inminente. Luego, empieza a usar sus conocimientos financieros para invertir en las oportunidades de mercado que surgirán en el futuro; ya hemos hablado de la industria pornográfica y de los productos relacionados con la maternidad, pero no hace falta mucha imaginación para saber que pronto empezará a interesarse por otros negocios mejores.
Es entonces cuando pone en marcha la segunda parte del plan. En la novela de William Golding, El señor de las moscas, un grupo de niños queda abandonado en una isla después de un accidente de avión. Algunos de ellos se convierten en líderes y, para mantener su poder sobre el resto, se inventan un “monstruo” cuya amenaza constante usan para justificar todas sus decisiones (Golding, 1954). Ozymandias hace lo mismo, igual que Pinochet. Crear la fantasía de un demonio invisible, la idea de que algo terrible puede pasar en algún momento (en el caso de Pinochet el “monstruo” es el comunismo) allanando de este modo la vía para introducir todo tipo de reformas económicas y sociales.
El futuro que un anarquista como Moore podía imaginar después de la “terapia de shock” a la que Ozymandias somete a su país puede que no fuese muy halagüeño. Sin embargo, el futuro que Damon Lindelof presenta treinta y cuatro años después no es tan oscuro como podría haber sido. Ozymandias representa al libre mercado, sí; pero un libre mercado donde el Estado se reserva algunos poderes para mitigar las diferencias sociales y las desigualdades creadas por el propio sistema. Es decir, la visión del neoliberalismo que tienen los partidos de izquierdas. No entra dentro de sus planes gobernar los Estados Unidos de América. Ozymandias sabe que su país tiene una tradición democrática demasiado arraigada como para aceptar un presidente designado a dedo; así que es mucho mejor adoptar una estrategia más sutil. Como, por ejemplo, dejar que electorado vote libremente y, luego, hacer partícipe de la verdad al vencedor. Una verdad que no se puede revelar y que hará que el presidente actúe siguiendo el plan de Ozymandias.
A pesar de esto, después de al menos ocho legislaturas consecutivas de Robert Redford, el gobierno estadounidense ofrece más oportunidades que la de Donald Trump a sus ciudadanos más desfavorecidos. Existe, por ejemplo, una política de compensación económica para todos aquellos ciudadanos afroamericanos que fueron víctimas de los ataques raciales ocurridos en Tulsa en 1922, así como para sus descendientes. Los ciudadanos blancos más prejuiciosos se refieren a estas compensaciones como “redfordations”, y puesto que lo perciben como una injusticia, pues muchos ciudadanos afroamericanos aprovechan las subvenciones para instalarse de nuevo en Tulsa y empezar sus negocios en condiciones mucho más ventajosas que las que tienen las familias blancas. Los miembros más racistas de la comunidad blanca no se cortan al utilizar el término “redfordation” como un insulto hacia los afroamericanos y la extrema derecha utiliza esto como acicate para alterar los ánimos de los ciudadanos más vulnerables a la situación económica. Después de todo, una las estrategias más populares de la extrema derecha, en la Europa de hoy o en la Alemania de los años treinta, es convencer a la gente de que el gobierno ofrece todo tipo de ayudas inmerecidas a la población inmigrante o racialmente diversa.
En la ucronía de Lindelof no queda claro si las “redfordations” tienen forma de cheque como los que Bush daba a los supervivientes del Katrina, constituyendo, por lo tanto, subvenciones envenenadas como las que proponía Friedman para estimular al sector privado y desmantelar el público. Lo que sí sabemos es que, envenenado o no, en la fantasía de Lindelof, la población negra tiene muchas más oportunidades que en los Estados Unidos de hoy en día. ¿De qué otro modo, si no es a través de una política de subvenciones, podría la protagonista de Watchmen, Sister Night, instalarse y sobrevivir en un lugar como Tulsa? No olvidemos que se trata de una ciudadana afroamericana nacida en un estado satélite donde probablemente no hay derecho a voto, que cobra un sueldo de policía y que sostiene ella sola a una familia de tres hijos y un marido cuyo único trabajo es estar bueno. Desde el punto de vista del gobierno de Redford, subvencionar a la población afroamericana es lo mínimo puede hacerse para compensar a este gran segmento de la población que ayudó a construir el país a costa de ser privado de derechos.
Sin embargo, en muchos otros sentidos, los Estados Unidos de Redford no son tan diferentes de los Estados Unidos de Trump. Para poder seguir manteniendo el sistema en marcha, la población ha de ser sometida a recordatorios constantes del shock primigenio. En su refugio antártico, Ozymandias ha dejado programadas repetidas lluvias de calamares, del tamaño de chopitos, con un algoritmo aleatorio para que el origen y el propósito de éstas siga siendo un misterio. Como en El señor de las moscas, la idea de una amenaza constante resulta la única forma de seguir manteniendo una cierta paz social. Es necesario reinstaurar el shock de vez en cuando con continuas “reposiciones”, como bien lo define Lady Trieu, la hija de Ozymandias, en el último capítulo de la serie. Trieu está reduciendo a Ozymandias al nivel de un Milton Friedman barato: chocho, senil e incapaz de hacer otra cosa más que aquella que lo hizo famoso, repitiéndola hasta la náusea.
Si hasta entonces, los sectores más radicales del Partido Republicano no se han rebelado contra la política proteccionista de Redford se debe a estas continuas reposiciones. (¿No estará Lindelof apuntando también hacia el papel narcótico de las series de televisión, e incluso ridiculizando su propio papel como showrunner de una serie que poco tiene de original?). Existe todavía el miedo a que la amenaza extraterrestre vaya muy serio. Pero ¿qué es lo que ocurre cuando la extrema derecha descubre que todo es un engaño? ¿Qué pasa cuando cae en sus manos un video en el que Ozymandias confiesa lo que ha hecho? Es entonces cuando la extrema derecha pone en marcha su plan para hablar bien alto y oponerse al complot de todos aquellos que ocultan la verdad.
Lo interesante es que esta actitud es muy parecida a la que tiene la extrema derecha hoy en día. La extrema derecha se erige como defensora de la verdad en una era dominada por la corrección política donde no se puede decir lo que uno piensa. Estamos sometidos a la voluntad de lobbies raciales, feministas y LGTB, nos dicen. Todo es un complot. Y si este discurso consigue tanta aceptación es porque, en el fondo, sí que sospechamos que el sistema en el que vivimos está basado en el engaño. A nosotros no hay nadie que nos mande calamares, pero estamos acostumbrados a la idea de que las crisis económicas a las que, paulatinamente, nos vemos abocados son, en cierto modo, endémicas del sistema. Las tenemos que soportar para seguir adelante, sometidos constantemente al miedo de una crisis por llegar. Como si estas crisis fueran fenómenos atmosféricos, accidentes que no pueden ser evitados: ese es el discurso en las escuelas de negocios y en las facultades de empresas. Pero, en realidad, no hace falta ser muy listo para sospechar que los accidentes no existen. Todo es fruto de la “terapia del shock”.
Y es que la extrema derecha también se vale de este estado continuo de shock para conseguir sus objetivos. Ya hemos visto dos ejemplos en la serie de Lindelof: cómo usan el shock producido tras la “Noche Blanca” para recortar derechos sociales, y cómo aprovechan el miedo y la rabia de la población blanca más vulnerable para ponerla en contra de los afroamericanos. Y, dentro de estos contextos de crisis, la extrema derecha aboga siempre de manera obsesiva por la necesidad de un héroe. En uno de los textos que complementan cada capítulo del Watchmen de Moore y Gibbons, el redactor jefe del muy fascista New Frontiersman escribe en un artículo editorial: “¿Podrían existir nuestro sentido de identidad nacional, nuestro orgullo, nuestro sentido del honor, si no fuera por grandes símbolos de la libertad como Paul Revere, el Álamo o la batalla de Gettysburg?” (Moore y Gibbons, 1986: capítulo 8, p. 29). Treinta y cuatro años después, la extrema derecha estadounidense ya no piensa en sus viejos héroes históricos: todos esos que John Wayne ha interpretado en algún momento de su vida. La extrema derecha ha elegido a un héroe mucho más cercano en el tiempo: a Rorschach, y se cubren sus cabezas con la icónica máscara de manchas negras tan característica del personaje. ¡Qué extraña ironía! La máscara de Rorschach se ha convertido en la contrapartida exacta de la máscara anarquista de Guy Fawkes que popularizó V de Vendetta.
La necesidad de un héroe
La necesidad de un héroe dentro de los discursos populistas siempre ha sido muy fuerte, tanto en el continente americano como en el europeo y ese era, precisamente, uno de los temas de la novela gráfica de Moore y Gibbons. La fastidiosa tendencia que tiene el ser humano a pedir un mesías. Como si cualquier cambio político y económico, fuera del signo que fuese, tuviera que venir de manos de alguien que se presenta como un salvador y un adalid de la verdad. Watchmen ponía en tela de juicio la necesidad de héroes.
De entre todos sus personajes, Buho Nocturno y Rorschach son tal vez quienes más se parecen al héroe tradicional del cómic estadounidense. Ambos poseen una idea personal de justicia, totalmente opuesta la de uno con respecto a la del otro, pero ambas están, en realidad, dirigidas contra el crimen y las injusticias que se producen a nivel de la calle. Sus enemigos son pobres diablos que, con frecuencia, están totalmente perturbados, como es el caso de Moloch o La Dama del Crepúsculo (Moore y Gibbons, 1986: capítulo 7, p 5). Salvar a gente de un incendio, detener a ladrones y violadores, apaciguar disturbios callejeros: la labor de ambos apenas se diferencia del trabajo de la policía; y sus acciones nos demuestran lo que ya podíamos intuir con tan solo hojear un tebeo de Batman. El héroe que necesitamos no puede ser un murciélago enmascarado. Tampoco un búho ni alguien como Rorschach. El verdadero mal no viene del tipo que te roba el bolso en la calle, sino de mucho más arriba.
Laurie Juspeczik, hija y heredera de la antigua superheroína Espectro de Seda, es el único personaje sensato del Watchmen de Moore y Gibbons, y lo sigue siendo tres décadas después. Al crecer bajo la influencia de una madre enmascarada, sabe perfectamente lo que significa taparse la cara. También conoce la trampa que se oculta bajo el idealismo del héroe. Cuando alguien se pone una máscara, sus valores morales quedan trastocados. Al ponernos la máscara, ya no luchamos verdaderamente por lo que es bueno para los demás, ya que empezamos a luchar contra nuestros propios demonios. Por eso la justicia aplicada de manera individual, como la que persiguen Buho Nocturno y Rorschach, nunca funciona. La madre de Laurie, Sally Juspeczik, se vestía de mallas con el fin de ser aceptada dentro de un mundo de hombres. Su padre, el Comediante, se la ponía para justificar una personalidad psicopática; y ninguno de sus viejos conocidos, el Capitán Metrópolis, Justicia Encapuchada, consiguió hacer nada por mejorar el mundo en que vivían. El mundo de héroes que Laurie conoce es un teatrillo donde cada uno proyecta sus complejos psicológicos sobre su disfraz.
Los únicos dos personajes con madera de héroe en Watchmen son Adrian Veidt y el Doctor Manhattan. Es decir, los únicos dos personajes con verdadero talento para salvar, o por lo menos, para mejorar el mundo. Y desde luego, ambos saben que lo son. Veidt es perfectamente consciente de sus capacidades; es el hombre más inteligente del mundo, no tanto por su habilidad a la hora de levantar grandes corporaciones, sino por su capacidad para analizar información y deducir de ella tendencias globales. Veidt es el opuesto exacto de Buho Nocturno y Rorschach. Estos dos no son capaces de ver más allá de sus narices: sienten odio e indignación ante las tragedias individuales y actúan en consecuencia; pero igual que Batman, nunca se ponen a pensar en las dinámicas sociales y en la situación económica que, en último término, provocan dichas tragedias. A mayor desempleo, mayor crimen. Cuanto más cercana está una guerra, más tensión en el ambiente y mayor violencia en las calles. Es decir: para acabar con el verdadero origen de la violencia entre iguales es necesario percibir los patrones de comportamiento humano de una manera más global. Y Veidt puede hacerlo. Pero Veidt no deja de ser un mesías terrestre que se erige a sí mismo como tal. Alguien sujeto a las pasiones humanas, moderadas eso sí por su inteligencia, pero especialmente vulnerable a la única que no puede controlar: su vanidad; algo muy evidente en la serie de Lindelof, donde el personaje es encarnado por Jeremy Irons con una considerable vis cómica totalmente ausente en la novela gráfica.
Pero, en realidad, si alguien tiene el poder de salvar el mundo, de acabar con los conflictos e incluso de planificar un nuevo sistema económico que no esté basado en la desigualdad, es el Doctor Manhattan. Por un lado, tiene la misma capacidad que Veidt para distanciarse de las cosas y adquirir un punto de vista lo suficientemente amplio como para darse cuenta de cuáles son los mecanismos globales a gran escala. Pero, por otro lado, su distanciamiento es lo suficientemente genuino como para estar alejado también de sus propias emociones. Esto se debe a su peculiar forma de percibir el tiempo. Después de haber sido desintegrado y recompuesto de nuevo tras un accidente en el transcurso de un experimento cuántico, el Doctor Manhattan apenas puede distinguir entre presente, pasado y futuro. Las tres cosas se entremezclan en su mente y se diría también que ante sus ojos. Es la percepción del tiempo que el filósofo Boecio atribuyó a la divinidad:
Así Boecio, explicando por qué la libertad humana no se ve limitada por el conocimiento de Dios, describe el conocimiento que Dios tiene del mundo como totum simul (totalidad simultánea), en los cuales los momentos sucesivos de todo el tiempo están co-presentes en una simple visión. (Peña Vidal, 2002: 25)
Esta peculiaridad cognitiva que el Doctor Manhattan comparte con Dios le plantea muchos problemas a su pareja, Laurie Juspeczik. Si tu novio sabe con total exactitud si vais a romper dentro de dos meses o de qué forma te vas a ir a la tumba, ¿cómo puede una vivir así? “Es ridículo. ¿Para qué discutir nada cuando ya sabes el maldito futuro?”, protesta Laurie después de confesarle al Doctor Manhattan que se ha acostado con Buho Nocturno, cosa que por supuesto, el primero ya ha previsto. El Doctor Manhattan no contesta, apenas abre la boca para decir lo que dice siempre: “¡Porque así es como ocurre! Lo sé, lo sé”, le interrumpe Laurie, muy consciente de que ésta es la frase con la que acaban todas sus discusiones.
“No hay futuro. No hay pasado. ¿Comprendes?”, trata de explicarle Manhattan. “El tiempo es simultáneo. Una joya que los humanos insisten en observar por una sola cara cada vez, cuando el diseño completo es visible en cada faceta” (Moore y Gibbons, 1996: capítulo 9, p. 6). Para el Doctor Manhattan el poder ver pasado, presente y futuro en cada faceta de la corriente temporal le supone tan pocos problemas como a Boecio. Una vez aceptada la idea del tiempo como un sólido inmutable, la libertad deja de ser un problema. Y es que la idea de libertad y los problemas que ésta entraña se derivan de nuestra percepción cronológica del tiempo, de nuestra incapacidad de ver el futuro y de la ansiedad con que lo afrontamos. ¿O acaso nos preguntamos si fuimos libres o no cuando, desde una edad madura, contemplamos los acontecimientos de nuestra infancia? Es posible que tomásemos muchas decisiones en contra de nuestra voluntad, pero a toro pasado, todos los acontecimientos de nuestra historia personal parecen prefigurar aquello en lo que nos hemos convertido.
En su novela Jerusalén, Alan Moore vuelve a poner en el centro de su obra esa misma idea de que el tiempo es como un diamante del que solo podemos ver las esquinas. Todo en él está decidido. Todo obedece a un diseño. El tiempo y la historia son inmutables. En un capítulo de Jerusalén, el teólogo Philip Doddridge (1702-1751), después de su muerte, conversa con un ángel y éste le revela todo esto de lo que estamos hablando: la verdad acerca del tiempo. Entonces Doddridge le hace una pregunta que la misma Laurie Juspeczik le podría haber hecho a su novio:
―Ya veo. ¿Y puedo preguntar si, dentro de este ingenioso esquema, alguno de nosotros ha tenido alguna vez Libre Albedrío?
El ángel larguirucho sonó un tanto pesaroso y compungido al contestar con una sílaba que, al parecer, era la misma en inglés y en su propia lengua.
―No.
[… y el ángel prosiguió:]
―¿Lo echas de menos?
Hubo un silencio chocante y, entonces, tanto el reverendo doctor como su invitado empezaron a reír estruendosamente. (Moore, 2016: 677)
Si pudiéramos vivir desde la perspectiva de nuestro final, como hace Doddridge en Jerusalén, la libertad no solo dejaría de ser un problema, sino que la percibiríamos como algo falso: un chiste que nos ha mantenido entretenidos mientras vivíamos, pero que deja de tener sentido cuando contemplamos, desde una posición elevada, el lugar que ocupan todos los acontecimientos de nuestra vida en el esquema de las cosas.
Esta es la perspectiva desde la que habla el Doctor Manhattan cada vez que aparece en la página del cómic o en la pantalla. Libre de ansiedad, libre de necesidad de reconocimiento y libre del espejismo que supone la palabra “libertad”, el Doctor Manhattan es el único que puede alejarse lo suficiente como para saber qué es lo que la humanidad necesita y qué es lo que le conviene. Pero, he aquí la paradoja: si todo está previsto, si todo está incluido en el plan de la existencia, incluida la existencia del Doctor Manhattan, ¿por qué intervenir para cambiar las cosas? Es más: ¿realmente es posible cambiarlas? Es la paradoja del huevo y la gallina que se plantea en la escena de la piscina del penúltimo capítulo de la HBO. Suspendido sobre la superficie del agua, el Doctor Manhattan habla con su mujer, Sister Night, en 2019; pero al mismo tiempo, está manteniendo una conversación algunos años antes con el abuelo de ésta, Justicia Encapuchada.
La situación es la siguiente: ha habido un asesinato, el del jefe de policía de Tulsa, a cuyas filas pertenece Sister Night. Su asesino es, al parecer, el antiguo Justicia Encapuchada, un hombre afroamericano de casi cien años que no puede levantarse de su silla de ruedas, pero que en el pasado fue el primero de los vigilantes disfrazados. Justicia Encapuchada le ha contado a su nieta la razón por la que ha matado a su jefe. Además de liderar las fuerzas policiales, ostentaba un alto cargo en el Ku Klux Klan; e incluso seguía guardando en su armario el tradicional traje blanco con capucha. Poco después, Justicia Encapuchada desaparece misteriosamente en un coche que se eleva en el aire, por lo que Sister Night tiene que investigar por su cuenta el pasado de su jefe. Y días después tiene con su marido la conversación de la que estamos hablando. Cuando el Doctor Manhattan se ofrece a mediar entre la Sister Night de 2019 y el Justicia Encapuchada de 2009 para que estos puedan hablar entre ellos acerca de lo que se saben, se produce la paradoja. Sister Night le pregunta por el hombre asesinado, pero Justicia Encapuchada no sabe de quién le está hablando. Entonces ella le habla sobre su identidad secreta como líder del Klan y Justicia Encapuchada decide matarlo.
El círculo se cierra. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?, se pregunta Sister Night. ¿El deseo de asesinar a un canalla o el hecho consumado de haberlo asesinado? ¿Qué libertad tenemos si todo está incluido de antemano en el esquema de las cosas?
Eso no tiene ninguna importancia, contesta el Doctor Manhattan con su habitual indiferencia. Es precisamente la incapacidad que tenemos los seres humanos de percibir el diamante como un todo, nuestra ceguera ante al futuro y nuestra incapacidad de recordar correctamente el pasado, lo que nos permite tener emociones como la sorpresa, la alegría, el amor, el miedo, la rabia y la indignación ante los acontecimientos que ocurren, en el mismo momento en que estos se presentan. Da igual si una visión más elevada nos demuestra que dichos acontecimientos han sido preestablecidos por nosotros mismos o por otras personas. Esa falta de visión, esa ceguera es lo que nos permite actuar y seguir adelante.
La visión panóptica y transtemporal del Doctor Manhattan, por el contrario, no le permite concebirse a sí mismo como otra cosa que no sea un agente del tiempo. Si hace algo, es porque así ha sido previsto. El Doctor Manhattan se mueve por el mundo y por las lunas de Júpiter como una de esas marionetas con que lo representan en los teatrillos callejeros en Vietnam. Por eso, él, que es el único con poder suficiente como para ser el mesías por excelencia, decide alejarse del mundo, bien exiliándose en Marte o convirtiéndose en un padre de familia sin recuerdos. Si él se quedara vigilando, la humanidad no podría seguir adelante. ¿Cómo hacerlo, sabiendo cuál va a ser su futuro? Para mantener la ilusión de libertad, el Doctor Manhattan tiene que estar ausente porque necesitamos estar ciegos para poder lanzarnos hacia el futuro.
Y es así, cómo el único con madera para ser nuestro héroe, se niega a serlo. Y ya es sabido el dicho: en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Y el Rey es Ozymandias. Es él quien asume el papel que le correspondería al Doctor Manhattan, convirtiéndose en una especie de Milton Friedman demócrata que, a pesar de sus intenciones integradoras en lo social y lo racial, no deja de someter a la población de su país a un shock perpetuo provocado por el miedo a la invasión extraterrestre.
En medio de todo esto, Moore y Gibbons apuntaban hacia la necesidad de abrir los ojos con respecto a lo que significa verdaderamente el necesitar un héroe. Como lectores de un género literario basado en la heroicidad, estábamos preparados para alzar a Rorschach a hombros y vitorearle como defensor de la verdad. Pero Rorschach era un maldito nazi. También podíamos haber visto al villano como héroe, Ozymandias; pero ¿qué clase de héroe puede justificar la muerte de tres millones de personas diciendo que para hacer una tortilla hay que romper algún huevo? Y cuando solo nos quedaba el Doctor Manhattan para asumir ese papel que siempre exigieron los cómics de la DC, entonces nos damos cuenta de que él no desea ni puede asumir tal distinción, por la sencilla razón de que él es lo más parecido que hay a la idea de Dios; o si no queremos utilizar el concepto de Dios por las connotaciones morales y teológicas que conlleva, digamos que Manhattan es lo más cerca que uno puede estar de una conciencia cósmica universal.
“No necesitamos ningún héroe”, era lo que estaban diciendo Moore y Gibbons en Watchmen. La idea de mesías es una idea errónea que conduce siempre a la megalomanía y a un error fatal: confundir la voluntad personal con la predestinación. La falla trágica del héroe, la hubris.
Se ha discutido mucho sobre si el final que Lindelof ha dado a la serie de la HBO supone un trasvase efectivo de los poderes del Doctor Manhattan a su mujer, Sister Night, lo cual tiene mucho que ver con esta búsqueda constante de un héroe y con el fracaso que esta búsqueda conlleva. En un momento de la serie, Manhattan asegura a su mujer que él puede transferir todos sus poderes a la albúmina de un huevo que, al ser bebido, pasarían al interior del cuerpo humano. Así que, en la última escena de la serie, Sister Night se bebe un huevo que ha tocado el Doctor Manhattan en la cocina antes de ser desintegrado para siempre. Ella no está segura acerca de la intención de su marido. ¿Ha pasado sus poderes al huevo, o no? Pero se bebe el huevo igualmente. Y entonces, después de hacerlo, pone su pie desnudo sobre la superficie del agua de la piscina. Si su marido quiso realmente hacerla heredera de sus poderes, entonces podrá caminar sobre las aguas como Cristo. Pero ¿era ése realmente el plan del Doctor Manhattan?
El plano se corta en el momento en que Sister Night pone el pie en el agua. Lindelof ha asegurado ya varias veces que su intención no era hacer un cliffhanger y que, de hecho, le aterraba la posibilidad de que alguien lo entendiese así (Sepinwall, 2019). Al contrario, su intención era construir un plano simbólico que abriese la puerta a dos posibles desenlaces: que Sister Night se haya convertido en la nueva Doctora Manhattan, o que acabe remojada como un pollo en el fondo de la piscina (Bastién, 2019). En el fondo, se trata de un reflejo de la viñeta con la que terminaba el cómic de Moore y Gibbons. El diario de Rorschach apareciendo sobre una pila de cartas al director del New Frontiersman, y la mano del redactor, dispuesto a tomar un documento de la pila para publicarlo. Nunca supimos si tomaría o no el diario de Rorschach. Esa tensión entre en un final y otro (el triunfo del Neoliberalismo en caso de que no lo publicasen, o el triunfo de la extrema derecha en caso de que sí) es la misma tensión que se produce en el final de la HBO.
Solo que, aquí, las posibilidades que se barajan no tienen que ver con ideologías políticas, sino con la misma noción de héroe y nuestra necesidad de ellos. El Doctor Manhattan bien podría haber entendido que los tiempos cambian, como decía aquella canción de Bob Dylan a la que tantas veces referenciaron Moore y Gibbons en Watchmen; y que, con el cambio de los tiempos, el terreno ya está preparado, o lo estará pronto, para la llegada de un nuevo héroe que sea una mujer negra con el poder de un dios. Ésta parece ser la opción hacia la que se inclina Lindelof cuando asegura que “si hubiésemos rodado diez segundos más, para mí está claro lo que hubiera ocurrido” (Bastién, 2019).
Una lectura anarquista: ningún héroe más en este mundo
Sé que moriré y que los gusanos me comerán, pero quiero que triunfe nuestra idea. Quiero que las masas de la humanidad se emancipen verdaderamente de toda autoridad y de todos los héroes presentes y futuros. (Brenan, 1962: 96)
Mijaíl Bakunin
Ahora hay que preguntarse: si Lindelof lo tenía tan claro, ¿por qué abrir las puertas, con un corte tan brusco, a una segunda posibilidad a la hora de interpretar el final? Él mismo responde: “Me gustaría oír los argumentos de quienes piensan que Angela [Sister Night] se hunde en el fondo de la piscina” (Bastién, 2019). Un argumento posible es éste: si Angela se hundiera, tendríamos el final que la serie se merecería desde un punto de vista anarquista; y, desde luego, el más congruente si tomamos en cuenta el discurso que mantiene la serie original sobre el concepto de héroe. Tal vez el Doctor Manhattan haya aprendido lo suficiente sobre la naturaleza humana como para renunciar a cualquier estratagema con el fin de salvarnos. Tal vez en el huevo no haya nada más que albúmina, un poco de grasa y, como mucho, un mensaje final para los que quedan atrás: negro, blanco, mujer, hombre, gay, hetero, no importan las cualidades y los atributos que busquéis en vuestros héroes; mientras sigáis teniéndolos, seguiréis enfrentándoos los unos contra los otros.
De hecho, este final, que cuestiona directamente la noción de héroe, está además sustentado por la larga parábola que le cuenta Laurie Juspeczyk vía satélite al Doctor Manhattan en el tercer episodio de la serie. No sabemos si Laurie le quiere decir algo en concreto con esta historia, ni tampoco si el Doctor Manhattan está realmente escuchándola; igual que pasa con el diálogo que Lindelof mantiene con Moore a través de la serie. Lo que Laurie le cuenta a Manhattan es, en realidad, una especie de chiste largo que, al ser contado in absentia, no tiene, por tanto, ni un propósito ni un efecto definido, como ocurre con los koanes de la tradición zen: su enseñanza es aparentemente ilógica, pero si se trasciende lo literal de las palabras, podemos intuir una verdad en ellas. Además de todo, es un koan que Bakunin suscribiría sin pensárselo dos veces. Dice así:
Un albañil quiere enseñar su oficio a su hija y para ello construye una barbacoa en el jardín mientras ésta le mira. Es una barbacoa perfecta. Cada ladrillo está en su lugar tal y como el albañil había dispuesto en sus planos. Todos, menos uno. En el suelo ha quedado un ladrillo sobrante y, por mucho que el albañil comprueba sus planos, no consigue averiguar cuál es el lugar de donde falta. Al ver a su padre tan desesperado, su hija le dice: “Papá, espera. Tengo una idea”. La hija coge el ladrillo del suelo y, entonces, lo lanza hacia el cielo con todas sus fuerzas…
Laurie alarga los puntos suspensivos como si no se acordara del resto de la historia, y después de hacer una mueca de fastidio, prueba a contar otro chiste que, para variar, empieza de una manera completamente distinta:
Tres héroes se presentan ante las puertas nacaradas del paraíso. Dios está ahí para decidir cuál será su destino eterno: el Cielo o el Infierno. El primer héroe está vestido de búho y Dios le dice: “te otorgué el don de fabricar invenciones magníficas. ¿Qué hiciste con ese talento?”. Y el búho le contesta: “Hice una nave voladora estupenda y trajes molones y armas para poder traer la paz a la ciudad”. “¿Y a cuántos mataste?”, pregunta Dios. “A nadie…”, contesta el héroe, extrañado. “Lo siento, buho”, sentencia Dios, “aunque tu corazón está en el lugar apropiado, eres demasiado blando”. Y con un chasquear de dedos lo manda al Infierno.
El segundo héroe que se presenta ante Dios confía en salir bien parado del juicio porque el talento que le ha dado es la inteligencia. Algunos dicen que es el hombre más listo del mundo, así que Dios le pregunta: “¿Qué has hecho con tu inteligencia?”. Y Ozymandias le contesta: “He salvado el mundo. Lancé un calamar gigante contra Nueva York y todos se asustaron tanto que dejaron de tener miedo los unos de los otros”. “Vale”, contesta Dios, “¿a cuántos mataste?”. Y Ozymandias dice: “Más o menos a tres millones, pero ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos”. “Eres un monstruo”, dice Dios. “¡No lo soy!”, protesta él, y entonces Dios chasquea los dedos y el héroe va al Infierno.
El turno ha llegado para el tercer hombre y da la casualidad de que éste se parece bastante a Dios, solo que para diferenciarlos diremos que va pintado de azul y le gusta caminar con el pene colgando. Puede teleportarse, puede ver el futuro, puede hacer que las cosas exploten… Así que Dios le pregunta al Dios Azul qué ha hecho con sus poderes y éste contesta: “Me enamoré de una mujer, caminé a través del Sol, después de enamoré de otra mujer, gané la guerra de Vietnam, pero en general dejó de importarme un carajo la humanidad en su conjunto”. Dios suspira y le dice: “¿Tengo que preguntarte a cuántas personas has matado?”. El Dios Azul se encoge de hombros y le responde: “Un cuerpo vivo y un cuerpo muerto tienen el mismo número de partículas, así que no importa demasiado. Ni tampoco importa lo que conteste a tu pregunta, porque diga lo que diga, voy a ir al infierno”. “¿Cómo lo sabes?”, dice Dios extrañado. Y el Dios Azul contesta: “Porque ya estoy allí”. Y entonces Dios chasquea sus dedos y manda al héroe directo al infierno.
Hasta aquí el segundo chiste de Laurie Juspeczyk, pero ahora viene la vuelta de tuerca. Porque Laurie no se ha olvidado de la historia que dejó inconclusa al principio. Tan solo fingía olvidarse para despistar a su interlocutor; así que, cuando Dios se está preparando para recoger sus cosas después de haber mandado a todos los héroes al infierno, aparece delante de las puertas nacaradas del paraíso la muchacha que lanzó el ladrillo al cielo.
“Y tú, ¿tienes algún talento?”, le pregunta Dios a la niña. “Ninguno digno de mención”, le dice ésta. Dios se le queda mirando y, después de echarle un buen vistazo, se disculpa diciendo: “Lo siento, esto no es algo que suela pasarme, pero… la verdad es que no sé quién eres”. Y entonces le contesta ella: “Soy la niña que lanzó el ladrillo hacia el cielo. Dios mira hacia arriba, pero es demasiado tarde. No lo ve venir. El ladrillo cae del cielo y se estampa contra su cabeza, tan fuerte que el cerebro le sale por la nariz. Game over. Se acabó. Dios ha muerto. ¿Y adónde va Dios cuando muere? Al Infierno. Redoble de tambores. Cortina. Fin del chiste. (Lindelof, 2019: capítulo 3)
El larguísimo koan de Laurie ilustra muy bien el principal problema que acarrea la noción de héroe que tenemos en Occidente. Al elegir una máscara o una cierta idea de heroicidad, en realidad, más que otra cosa, lo que estamos haciendo es una declaración sobre nosotros mismos. La máscara de Batman no solo nos recuerda su identificación con el murciélago, sino que también nos habla de su trauma fundacional: la muerte de los padres. El crimen callejero se convierte, así, en la esencia de su concepción de mal. De haberlo incluido en su historia, Laurie Juspeczyk le habría condenado al infierno por la misma razón que a Buho Nocturno: su cortedad de miras a la hora de elegir un enemigo. Pero lo mismo ocurre con Ozymandias y con el Doctor Manhattan. La máscara del primero es la de un conquistador, un hombre excepcional cuyo mayor enemigo es la mediocridad, la cortedad de miras que caracterizan a Buho Nocturno, pero también a Rorschach y a Batman. Al considerar que el belicismo humano es fruto de esta misma mediocridad y cortedad de miras, Ozymandias decide acabar con él sin que le importe la pérdida de vidas humanas que, después de todo, también son mediocres. Dios le condena. Pero ¿por qué hace lo mismo con el Doctor Manhattan? Porque éste lleva puesta otra máscara, como Ozymandias y Buho Nocturno: una declaración sobre lo que es y sobre lo que no es. El problema del Doctor Manhattan es que no es un ser humano y eso marca el límite de su heroicidad: de haber actuado de manera directa para cambiar el mundo, su falta de comprensión de las emociones humanas le habría impedido hacer nada para mejorar la humanidad.
A la hora de definirnos a nosotros mismos como seres humanos, nuestra psicología funciona igual que las máscaras en los tebeos de superhéroes. No nos definimos tanto por lo que somos, como por lo que no somos: por el mal que hemos decidido combatir. La afirmación “no soy pijo” o “no soy punk”, dice más sobre uno que cualquier descripción que podamos hacer sobre nosotros mismos. Porque cualquier descripción de lo que somos siempre será una fantasía, una declaración de lo que nos gustaría ser, como el murciélago de Batman. Es como aquel chiste del poeta español Camilo de Ory sobre la historia de la Península Ibérica:
Primero estaban los tartesios, que eran españoles. Luego llegaron los iberos y los celtas, que también eran españoles. Después nos colonizaron los pueblos indoeuropeos, españoles, y los griegos, fenicios y cartagineses, españoles todos. Vinieron los romanos y, bueno, hemos aprendido que Séneca, Quintiliano, Trajano, Adriano, Lucano, Marcial, Columela, Pomponio Mela y Gladiator eran españoles. Nos invadieron los visigodos, españoles, y nos sentimos especialmente orgullosos de la españolidad de Don Rodrigo y Don Pelayo. Tras ellos, aparecieron los árabes, que NO SON ESPAÑOLES, y hubo que reconquistarlo todo. (De Ory, 2019)
En definitiva, que ser español puede ser cualquier cosa, con la excepción de ser moro. Y mientras sigamos excluyendo, con nuestras máscaras, lo que no somos, seguiremos escuchando una y otra vez el condenatorio chasquido de dedos que oían Buho Nocturno, Ozymandias y el Doctor Manhattan antes de ir al infierno.
La solución no parece que pase por elegir un nuevo héroe: más fuerte, más justo, más acorde con los tiempos que corren; sino ser la niña anónima, sin poderes y sin definición de sí misma, que lanza el ladrillo al comienzo del chiste, y que, engañando a un dios ausente para que se olvide de lo que ha dejado pendiente, hace aparición en el acto final para matarlo. Así mismo es como termina la serie de Lindelof. Con el Dios Azul muerto y con la posibilidad de que esta niña anónima, una mujer negra e inmigrante, sea, después de todo, una niña normal, sin ninguna capacidad específica para cambiar el mundo. Quizá sea eso lo que significa ese pie sobre el agua con el que acaba la serie. Que mientras sigamos confiando en héroes y mesías, seguiremos siendo incapaces de comprender ni el mundo ni nuestra historia. Sobre todo ahora que, confinados en nuestras casas bajo la amenaza de la epidemia (algo mucho mejor que una lluvia de calamares, porque es invisible) estamos a punto de sufrir el shock definitivo, que sin duda será aprovechado, en cuanto todo parezca volver a la normalidad, por los mismos de siempre. Un futuro que ya parecía haber predicho Watchmen.
BIBLIOGRAFÍA
Bastién, Angelica Jade (2019) “Damon Lindelof knows exactly what happens after Watchmen’s cliffhanger finale”, en Vulture, 15 de diciembre. En línea en: https://www.vulture.com/2019/12/watchmen-finale-damon-lindelof.html
Brenan, Gerald (1962) El laberinto español, París: Ruedo Ibérico.
De Ory, Camilo (2019, 19 de septiembre) “Primero estaban los tartesios, que eran españoles…” [Tweet] En línea en: https://twitter.com/Camilo_de_Ory/status/1141249484690808832
Epstein, Adam (2019) “HBO’s Watchmen is great. Its comic creator Alan Moore wants nothing to do with it”, en Quartz, 22 de octubre de 2019, en linea en: https://qz.com/quartzy/1732050/why-alan-moore-wants-nothing-to-do-with-hbos-watchmen/
Friedman, Milton (2005) “The promise of vouchers”, en The Wall Street Journal, 5 de diciembre de 2005.
Golding, William (1954) Lord of the Flies, Londres: Faber and Faber.
Klein, Naomi (2008) La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Buenos Aires: Paidós.
Lindelof, Damon (2019) Watchmen, HBO.
Moore, Alan y Pindling, Lejorn (2008) “Alan Moore video interview”, Street Law Productions, en linea en: https://alanmoorecomics.wordpress.com/video-interview-live-and-uncut/
Moore, Alan (2016) Jerusalem, Londres: W. W. Norton & Company.
Peña Vidal, Jorge (2002) Poética del tiempo: ética y estética de la narración, Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Reppion, John (2019, 17 dic.) “Everyone please stop saying they think Alan Moore would probably actually love the new Watchmen TV series. It’s like saying you think someone would really like what their burglars did with the furniture they stole. ‘Their living room looks great, and it’s very much his style’” [Tweet] En linea en: https://twitter.com/johnreppion/status/1206862582600089601
Rose, Steve (2009) “Alan Moore: an Extraordinary Gentleman”, en The Guardian, en linea en: https://www.theguardian.com/books/2009/mar/16/alan-moore-watchmen-lost-girls
Sepinwall, Alan (2019) “Damon Lindelof Unpacks Mysteries of the ‘Watchmen’ Finale”, en Rolling Stone, 15 de diciembre. En linea en: https://www.rollingstone.com/tv/tv-features/watchmen-finale-lindelof-interview-925847/
Roberto Bartual (Alcobendas, 1976) es doctor por la Universidad Autónoma de Madrid, y profesor en la Universidad Europea de Madrid. Es co-autor de La Casa de Bernarda Alba Zombi y traductor. Actualmente colabora con el colectivo Dátil (Dramáticas aventuras) y Julián Almazán como guionista en varios proyectos relacionados con el cómic. Sus relatos pueden encontrarse en las antologías Ficciones y Prospectivas. Es editor y redactor de la sección de cómic de la revista Factor Crítico. Ha publicado los libros Narraciones Gráficas (Ediciones Marmotilla, 2014) y Jack Kirby, Una Odisea Psicodélica (Ediciones Marmotilla, 2019).