Por Bruno Percivale
El tiempo, como lo conocíamos, no existe más. Al menos hasta nuevo aviso. Y aquellas cosas que, de alguna manera, nos brindaban anclajes para experimentar su discurrir (por caso: las derivas de las identidades individual y comunitaria, los ciclos del trabajo y la supervivencia, la expectativa y el cálculo sobre lo que nos depara el porvenir) quedaron detenidas, descolocadas, desfasadas. Sólo persisten, obstinadamente, nuestros medios técnicos para medirlo: todas las modalidades de la relojería siguen señalando incesantemente los segundos, los minutos, las horas que pasan y pasan a pesar de que nosotros experimentemos otra cosa; nunca antes, como comunidad, vivimos de manera tan disociada la brecha entre tiempo cronológico y tiempo psicológico.
Desde que empezó eso que en Argentina dimos en llamar “Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio” se dijeron un montón de cosas pero una que circuló mucho al inicio fue el llamado a aplacar la autoexigencia. Pensamos (dentro de cierto estrato social con algunos privilegios que no vio amenazada su subsistencia en esta cuarentena) que estar encerradxs iba a traer el problema de que mayormente no tendríamos rutina ni metas (laborales, vitales), a la vez que sería un momento propicio para hacer en cantidad lo que no hacemos regularmente por falta de tiempo (dar rienda suelta sin más a las actividades que surgen del ocio). Malas noticias: el exceso de tiempo, quizás, no ha sido en todo caso otra cosa que un estorbo para hacer, aunque más no sea, algo.
Como escribió Martín Kohan, el inicio de la cuarentena dio pie al llamado insistente de la lectura, esa actividad que requiere de soledad y concentración. Y muchxs vivimos como un fracaso sentarnos frente al libro y que no aparezca el deseo de leer. Bueno, no todxs hemos tenido las mismas posibilidades materiales o psicológicas para dedicarnos a la lectura. En mi caso las ganas de leer fueron decreciendo, tanto que últimamente me dedico a recordar historietas.
Y es que ya desde el sintagma que le da título hay una dislocación del tiempo que estaba haciendo juego con lo que me pasa[1]: el recuerdo no es otra cosa que un volver a traer al corazón (con la frente marchita o no, eso no lo sé, pero sí que la vuelta está totalmente atravesada de emotividad). Ese retorno ya me resultó de por sí una razón de peso como para interrogarlo. De manera que: ahí vamos.
Este ensayo es de algún modo un ejercicio de autoanálisis y una excusa para ponerme en el brete de comentar tres textos sin más relación entre sí que el haber vuelto a mi recuerdo en este período total y completamente excepcional de nuestras trayectorias vitales. ¿Por qué? Porque quiero hacer una lectura con el presente en las manos: entiendo que en ese volver insistente están pujando mis miedos y esperanzas, mis ansiedades e incertidumbres, en fin, mis pasiones actuales, que funcionan de vértice para conectar estas historietas escapando a cualquier atribución de autoría; también quiero dejarme llevar por esas pasiones actuales para enfocar determinados aspectos, y no otros, de cada historieta. Y además también porque cada una de las tres historietas que quiero comentar de alguna manera encarna una hipótesis sobre mi presente que informa a las otras dos. Es, en definitiva, un juego y un montaje sobre ese territorio inestable llamado coyuntura.
Hay un abanico de incertidumbres que se abrió sobre el contexto pandémico y que nos hizo y hace a la vez opaco e inútil cualquier intento de proyectar algo respecto del futuro. Nada nuevo en este mundo donde, salvo que tengas varios millones de dólares en una cuenta bancaria (si es en un paraíso fiscal, mejor), no podés vivir segurx hoy ni calcular tu vida a mediano o largo plazo. El agravante es que, como a varias otras cosas, a este hecho lo tuvimos tan enfrente que nos miró a los ojos. Por la potencia de su nombre, probablemente, El día más largo del futuro, una historieta argentina de 2015, fue una de las que más recordé estos meses.
Y es que ya desde el sintagma que le da título hay una dislocación del tiempo que estaba haciendo juego con lo que me pasa: esa distensión, lanzada hacia el futuro, de lo que representa el día como unidad de medida y de experiencia del ciclo vital es un poco lo que nos atravesó y atraviesa, todavía a muchxs, después de haber quedado atrás todo vestigio de rutina.
El día más largo del futuro es una historieta de ciencia ficción, ese género-laboratorio que nos permite interrogar cómo nos estamos imaginando nuestros porvenires a partir de un cálculo relativo sobre los estados de la técnica, la ciencia, la sociedad: las potencias actuales del mundo. Era un poco difícil no pensar en ella pero a la vez era un poco difícil no pensar que la pandemia había abolido todo cálculo sobre el futuro que se hubiera hecho hasta la fecha. Así que recordarla es, de alguna manera, recordar un modo de imaginar el futuro que ya no nos es posible.
No me interesa, en este caso, analizar los pormenores de la trama sino más bien pasar la vista por el modo en que esta historieta imagina el futuro. (Y cuando digo “imaginar” lo hago de una manera muy intencional: porque la historieta de ciencia ficción se relaciona con y activa imaginarios sobre el futuro, pero también porque en la historieta todo se hace imagen).
¿Qué ocurre en la primera escena? Dentro del cubículo de un baño un personaje está por suicidarse, después de poner frente a sí una postal de un lugar llamado Paraíso, pero lo detienen cuatro tipos vestidos como él. Es un comienzo que cifra un estado de opresión: ni siquiera en ese espacio de privacidad absoluta, dispuesto para que haga fuerza el más cobarde, este personaje visiblemente deprimido puede acceder a una vía de escape (imaginaria o drásticamente real) de su vida. La escena oficia de prólogo para una historieta que cuenta dos tramas con direccionalidades si se quiere contrapuestas cuyo setting está resuelto con la paleta de colores.
El espacio de El día más largo del futuro es un paisaje en degradé que va de un tono de rojo a un tono de azul. Estos dos colores son la marca identitaria de dos empresas que lo dominan todo y pugnan por destruirse básicamente porque sus dueños son dos caprichosos: todo esto encarna una forma de la producción capitalista (cuyas condiciones materiales se nos dan a leer en varios pasajes de la historieta) sobredeterminada por la producción y circulación de signos, de una serie de signos antagónicos.
El imaginario del futuro, en lo personal, me recuerda vagamente al futuro de los Supersónicos: con robots como encargados del trabajo doméstico, mamelucos que cubren todo el cuerpo, casas con techos cupulares y brazos que salen de las paredes para automatizar actividades como tomar una pastilla o merendar.
Lxs protagonistas de esta historia son un “oficinista” de la empresa azul y un robot barrendero de la empresa roja. Ambxs habitan escalones bien inferiores en la jerarquía del trabajo y ambxs viven vidas muy precarias: al oficinista lo vemos convivir hacinado con su padre senil en un departamento muy pequeño e ir a trabajar también hacinado a la empresa, y al robot lo vemos llegar a la vida, dejarse maravillar por otras formas de vida también minorizadas como la suya, y abrazarse a ella en toda su precariedad (Daniel Link escribió alguna vez que “mientras la literatura gótica interroga la muerte, la ciencia ficción se pregunta por la vida y sus posibilidades”).
Ambxs personajes, también, presencian un incalculable, una singularidad: una forma-de-vida que lxs arrebata y que desgarra el orden de los signos hasta entonces perceptible para ellxs.
Con cierto grado de abstracción, el futuro que imagina la historieta, ese futuro de orden laboral y precariedad psíquica y vital, es quebrado en un día por un maletín y una mosca. Quizás, en este momento, me interese mucho más señalar esa fragilidad que la arquitectura social sobre la que se monta un entramado de domesticación empresarial de lo viviente.
La precariedad es algo que nos atravesaba y atraviesa a todxs (ahora más que nunca). La historieta No me dejes nunca (cuyo título original es “Hemingway”) habla casi exclusivamente de eso y probablemente haya sido la razón por la cual vino mucho a mi recuerdo en este tiempo.
La operación que hace esta historieta me parece hermosa y muy divertida: ubica la acción en el París de 1920, señalando ostensiblemente a la escena literaria que compartieron Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, James Joyce, Ezra Pound, Gertrude Stein y otrxs, pero la transforma en escena historietística: todxs ellxs trabajan para un sindicato, publican sus tiras en diarios, se encuentran para charlar sobre los problemas del oficio, comparten y discuten sus ideas sobre cómo debe ser el medio y padecen la situación de no llegar a fin de mes porque los salarios siempre son bajos.
Lo que, creo, pone en tema esta operación sobre una historia alternativa (podríamos pensar esta historieta como una ucronía, pero lo vamos a dejar acá como propuesta) es no solo que todos nuestros trabajos son precarios (eso lo sabemos y, si no lo sabemos, lo vivimos) sino que recuerda con mucha especificidad que la producción historietística es un trabajo precario tanto como lo es la literaria: toda la industria del libro, pareciera, es una gran máquina de generar pérdidas y perjudicar cagar a sus distintxs actorxs.
(Habría que preguntarle, también, a esta historieta de acción si un grupo compuesto por otra cosa que exclusivamente varones hetero cis generaría las condiciones de posibilidad para que la aventura ocurra de la manera en que lo hace. Para mí la respuesta es obvia: no. Tiene que ver con un modo de articularse y de construir comunidad de ciertas masculinidades en función del ejercicio de la violencia. Y eso también es algo que, creo, habla de nosotros).
Esta historieta me gusta y me da nostalgia porque a diferencia de la anterior, en la que los protagonistas tenían encuentros accidentales y accidentados, lo que se cuenta es un sistema de relaciones que tienen los personajes: una red vincular, un tetris de afectos atravesados por una misma experiencia de la falta.
Esa falta promueve una idea: robar un banco. Y la narrativa de esa aventura criminal está estallada: como un haz de luz cuando choca con un prisma, la acción se descompone en cuatro líneas (no dispuestas simultánea sino sucesivamente) que se focalizan en los distintos actores y nos dejan los pormenores del accidentado robo pero parcialmente, porque ninguno de los personajes conoce todo lo que les pasa a los otros.
Sobre esto último me interesa pensar la densificación y la intensificación del tiempo narrado. Toda la primera parte es morosa, está plagada de silencios pero también de muchos diálogos. Parece que el tiempo no pasara entre queja y queja, entre charla y charla. El momento en que la narrativa estalla, ocurre todo lo contrario, pero ese vértigo lo atravesamos cuatro veces en distintas perspectivas: el tiempo ya no es denso sino intenso.
Inspirar, conspirar, expirar. Estuve hablando hasta ahora de ritmo (ese efecto de la historieta y las artes en general que sólo es posible experimentar asociándolo a alguna de nuestras funciones vitales como la sexual, la cardíaca o la pulmonar) sin darme cuenta de que estos tres estados de la respiración resumen perfectamente los tres momentos de la historieta.
Encuentros con otrxs: eso que nos hace falta y que nos pone en crisis el yo, la identidad. Ciudad de cristal es precisamente una historieta sobre eso. Lo cual no entra en contradicción con el hecho de que sea un policial, el género sobre la verdad y la identidad (no solo porque alguien quiebra la ley, sino también por aquel valor que pregonaba el detective Dupin sobre sí mismo: poder ponerse en el lugar del criminal que está buscando para predecir sus movimientos). O mejor arreglemos lo anterior: si el policial es un género sobre la identidad, Ciudad de cristal es una historieta sobre la identificación. Estático versus dinámico, ese sería el eje puesto en cuestión.
La escena inicial se presenta con la forma de un caso detectivesco: un llamado telefónico equivocado con un trabajo para otro que el protagonista asume como propio. Hay todo un sistema de nombres (Quinn, William Wilson, Paul Auster) que ya desde las primeras páginas hablan de la identidad en fuga del protagonista (del que, se nos dice, no tiene a nadie y del que se nos anticipa también el final: será nadie). Pero me interesa señalar en este caso el dispositivo formal que funciona en varios segmentos de la historieta y que lleva al plano de la narrativa esta deriva identitaria.
Me refiero a esto: todxs sabemos que para detectar lo que en historieta se conoce como secuencia tiene que haber al menos dos viñetas en las que dos dibujos más o menos idénticos estén informándose entre sí a partir de alguna característica (su posición en el espacio, sus diferencias gráficas, etc). El sentido de la secuencia se construye en el proceso: una viñeta no dice nada por sí misma, sino que dice por su posición relativa a las demás viñetas en la página y como parte de esa cadena ordenada en sucesión. Entonces el mensaje que se va armando a medida que leemos es algo siempre incompleto: necesitamos de la viñeta siguiente, de la tira siguiente, de la página siguiente, para inferir cuál es la historia.
Lo anterior se ve claramente en las primeras páginas de Ciudad de cristal pero me parece que el momento que mejor nos ilustra cómo este dispositivo narrativo dice algo sobre la identidad es durante el monólogo de Peter Stillman. Ahí globos de diálogo, tipografía, representaciones de bocas, todo está extrañado y puesto en crisis porque la sucesión de viñetas nos pone en página que estamos en presencia de algo que deviene otra cosa todo el tiempo.
El caso policial con el que inicia la historieta consiste en prevenir un asesinato que nunca sabemos si ocurre, perpetrado por un asesino que quizás sea otro, a un damnificado que se esfuma, en una ciudad laberíntica que termina por horadar cualquier certeza que tuviera el protagonista y nosotrxs, lectorxs, junto con él. Si el policial, como también dice Link, es un género que desnuda el carácter ficcional de la verdad requiriendo de un detective que ordene unos signos para armar un relato, ¿qué pasará si “lo único real es el azar”?
En definitiva, Ciudad de cristal es un policial en el que lo único verdadero es el proceso de una búsqueda, pero las identidades de todos los elementos involucrados en ella (el detective, el criminal, el damnificado, las pistas y, por supuesto, el paisaje urbano de Nueva York) se desestabilizan a tal punto durante el transcurso de la narración que pierden sentido y se desintegran.
Creo que comencépensando en hablar de unos temas y no hice más que hablar del tiempo, del espacio y de lxs otrxs, quienes de alguna manera se afectan con nosotrxs. Yo quería preocuparme solemnemente por el futuro y la precariedad del trabajo y terminé atendiendo a las formas y las consecuencias de la vinculación entre sujetxs, de habitar un espacio público, de experimentar el flujo de nuestras vidas. Esas tenemos, amigxs: estos más de cien días de encierro no han sido gratis. Espero que estén pasándola mejor que yo. Cuídense mucho.
Bruno Percivale es platense de nacimiento. Es estudiante de la licenciatura en Letras para aprender a leer y escribir un poco mejor. Entre medio, lee más historietas de las que debiera y trata de escribir sobre ellas o sobre los placeres que le causan sus lecturas. También ha traducido de la lengua del imperio alguna que otra historieta que comparte con alegría. Junto con otros ha fundado el Grupo de Lecturas e Investigación en Historietas “Rorschach”, en el que todos juntos expropian cada tanto un pedacito de la FaHCE-UNLP, lugar donde estudia la mayoría de ellos, para poder hablar de temas non sanctos. Escribe regularmente en su blog Opiniones sueltas, viñetas cautivas.
[1] Es posible que cada vez que use la construcción “me pasa” esté apelando a un uso bien etimológico. Pasar viene del verbo latino patior que resultó en la palabra española pasión y que también deriva del verbo griego πάσχειν. Relacionada con este último verbo, la palabra pathos tiene cierta frecuencia de uso todavía hoy y designa el nudo de atravesamientos que experimenta la emoción humana, en un arco que va de las pasiones alegres a las tristes.