Por Gerardo Vilches
Que la nostalgia lo invade todo no es un secreto; ni siquiera es algo nuevo en nuestro tiempo. Pero, hoy, el fenómeno experimenta un repunte importante. Una gran parte de la producción cultural mainstream de los últimos años gira en torno a la nostalgia y al revival de aquello que cautivó la imaginación infantil de la generación que ahora se encuentra entre los treinta y los cuarenta años. Volvió Cazafantasmas, volvió Terminator, volvió Star Wars. Va a volver hasta Power Rangers; no hace falta decir mucho más.
Todo esto nos habla de una sociedad en constante retorno al ocio de su infancia, a aquello que tenemos mitificado no necesariamente por su calidad, sino por la impronta que dejaron en nosotros. Por supuesto, el cómic no es un medio ajeno a este fenómeno, y la reedición constante de supuestos clásicos del cómic de superhéroes —entre los que se cuentan series bastante irregulares que, en su momento, no vendieron lo suficiente como para no ser canceladas— es prueba de ello. Pero lo que me interesa de cara a esta columna es algo un poco diferente, y a la vez muy relacionado: cómo la nostalgia afecta a la crítica de cómic.
Normalmente, el crítico es, antes que eso, un lector. Suele ser uno, además, que comienza a leer tebeos en la infancia, como casi todo el mundo, pero que, cuando llega a la adolescencia, no lo deja. Y continua leyendo cómics hasta que, llegado cierto momento, sus conocimientos y su inquietud pueden impulsarlo a escribir sobre el medio que ama y que lo ha acompañado durante toda su vida.
Hasta aquí, podría pensarse que nada diferencia el cómic de la literatura o el cine. Sin embargo, yo creo que existe un factor diferencial clave: el cómic ha sido durante la mayoría de su historia un medio infantil y juvenil, de modo que no abandonar su lectura pasada la adolescencia implicaba, hasta hace pocos años, continuar leyendo tebeos orientados a chavales. Debido a ello, el patrón por el cual se valoraban los cómics seguía siendo el de los grandes clásicos juveniles.
El hilo que unía las lecturas del crítico con su infancia es mucho más visible, porque el lector adulto de cómics, en muchos casos, lo que buscaba era reproducir las sensaciones que los tebeos le provocaban en sus años mozos. Por eso encontramos, incluso hoy, a supuestos críticos que aseguran que un buen cómic, ante todo, “tiene que entretener”, como si éste fuera un valor intrínseco del medio. Y por eso, por supuesto, había tanta resistencia a la novela gráfica y los nuevos géneros que ésta trajo: porque todo esto no se parece en absoluto a los tebeos que estos críticos leyeron de pequeños.
Pero hay otra consecuencia derivada de la especial relación entre la historieta y la infancia: incluso aquellos que hemos buscado lecturas adultas cuando nos convertimos en adultos, incluso los que intentamos tener la mente abierta y entender los nuevos paradigmas, corremos el riesgo de caer en la mitificación de determinadas obras que, en muchos casos, ni siquiera vuelven a ser leídas jamás tras dejar atrás la adolescencia. El recuerdo agiganta su categoría.
No hablo solo de que clásicos como Asterix, Tintin o Corto Maltés no se revisen en una clave verdaderamente analítica casi nunca, sino que muchas otras obras de categoría discutible permanecen intocadas por la mirada crítica, porque las gafas de la nostalgia se interponen entre ambas. Es infrecuente que alguien cuestione, por ejemplo, los contenidos de ciertas revistas del boom del cómic «adulto» en España, o la producción de los dibujantes más recordados de Bruguera, a pesar de que, en muchas ocasiones, hablamos de profesionales que generaron una gran cantidad de páginas rutinarias y formulaicas, sin intención alguna de innovar o perdurar.
Por supuesto, no estoy sugiriendo que las obras creadas en paradigmas culturales e industriales muy diferentes al actual se revisen bajo criterios contemporáneos. La crítica, incluso aunque no ignore el factor emocional, siempre debería tener muy presente el contexto de una obra: son indisociables. Pero, precisamente, es atendiendo a ese contexto como podremos valorar de un modo más crítico todas esas obras que leíamos en nuestra infancia. Y releyéndolas de adultos, por descontado, un ejercicio imprescindible para poner las cosas en su justo lugar.
Gerardo Vilches es licenciado en Historia y realiza su tesis doctoral sobre revistas satíricas de la transición. Escribe sobre cómics en su blog, The Watcher and the Tower, desde 2007. Colabora en Rockdelux, y ha publicado textos en la revista Quimera, en la antología de ensayos Radiografías de una explosión y en Panorama: la novela gráfica española hoy. También es autor de Anatomía de un oficinista japonés (Bang, 2012) y de Breve historia del cómic (Nowtilus, 2014). Ha participado en varios congresos, moderado mesas redondas y presentado novedades para diversas editoriales. Codirige CuCo, Cuadernos de cómic. En Entrecomics fue editor y publicó reseñas y artículos desde 2011 hasta 2016.
Muy interesante. Creo que es cierto que hacer crítica “afectiva” de una obra reduce la posibilidad de cuestionarla o de analizar la importancia de esa historieta en su contexto pero creo que también es un abordaje interesante cuando justamente las obras comentadas son elegidas por su importancia en la historia personal del crítico y no dentro del “canon” vigente, ahí pueden aparecer puntos de vista interesantes sobre cómo funcionaron esas historias para el lector en formación sobre todo cuando se habla de historietas usualmente no consideradas o rechazadas por la crítica tradicional, más allá de la calidad de esas obras pensar en cómo afectaron la formación lectora estas obras hecha luz sobre el funcionamiento de las influencias y ayuda a considerar de forma más sincera el papel que jugaron.