Este texto fue escrito con motivo de la charla-debate Dibujos Urgentes. El trazo como documento de memoria, el 27 de marzo de 2018 en el auditorio David Viñas del Museo del Libro y de la Lengua, Ciudad de Buenos Aires. Organizó la mesa Pablo Turnes y participaron de la mesa Mabel Grimberg, Lauri Fernández y Lucas Nine. Quisieramos agradecer en especial a Judith Gociol por la ayuda en la coordinación de la actividad; a Ezequiel Martínez, director de Cultura de la Biblioteca Nacional por su apoyo para la realización del evento; a Ornella del Museo del Libro y de la Lengua por su asistencia con los detalles técnicos; a Larisa Rivarola y Eugenia Aberastain del programa BECAR del Ministerio de Cultura de la Nación por su ayuda. Y finalmente, a las y los participantes de la mesa y a quienes asistieron, en algunos casos conocidos y en muchos otros casos no.
En primer lugar, quiero decir que no tenía conocimiento de la obra de Franco Venturi antes de este evento. A pesar de que realicé mi tesis de doctorado sobre humor gráfico y caricatura política entre 1955 y 1976, y que revisé largamente todas las revistas en las que publicó, especialmente Satiricón y Chaupinela, no conocía su historia y no reconocía sus dibujos. Lo cuál habla un poco de la facilidad con que el humor gráfico (más aún que la historieta) olvida a aquellos que no llegan a publicar de manera sostenida y hacerse un nombre. El humor gráfico es de por si un medio fragmentario, ya sea inserto en el interior de publicaciones de otro tipo, yuxtapuesto a muchos otros contenidos diferentes; ya sea en la diversidad propia de contenido e imagen de las revistas que se dedican al mismo. Es un trabajo muchas veces anónimo o seudónimo, por lo cual hay cantidad de dibujantes cuyos dibujos vemos y de los cuales conocemos muy poco, ya sea porque sus apariciones son escasas, o porque salieron del campo editorial rápido, o porque no hay manera de relacionarlos con un solo nombre.
Una vez que me informé sobre la vida y la obra de Venturi, el impacto fue inmediato. Por un lado, por su historia llena de encierros y combates; por otro lado, por su trazo. Hay algo del trazo de Venturi en sus dibujos de humor gráfico que es muy propio de la época. Hay un momento (al menos en mi apreciación) entre finales de los sesenta y principios de los setenta en el cual el trazo límpido, juguetón, absurdo y meta-pictorial inspirado en Saul Steinberg da paso en Argentina a un estilo más – a falta de una mejor palabra – carnoso, hinchado, textural y con preocupación por la fealdad más que por la síntesis. Esto seguramente tiene que ver con los cambios en los gustos y en las modas a nivel mundial, en la influencia, por ejemplo, de Ralph Steadman y el underground norteamericano, pero no deja de sorprender que casi de forma simultánea un nuevo grupo de dibujantes humorísticos (Crist, Fontanarrosa, Sanzol, Tomás Sanz, Scafati, Cascioli, Limura) adoptasen un estilo caricatural que, sin ser “realista”, intentaba emular lo grotesco de la humanidad más que ocultarlo. También es tentador, aunque probablemente no sea cierto, achacárselo a un cambio de época, a la famosa bisagra sesentas-setentas, al paso del idealismo al realismo furibundo, de los sueños de paz a la violencia palpable y cotidiana.
Todo esto es para decir que Venturi pertenece a esta generación, pero en su caso la distorsión de la figura humana, la monstruosidad e incluso el desbarajuste del orden narrativo están llevadas al máximo. Esto en parte procede de su obra plástica anterior, signada por la exageración expresionista en rasgos, por una profunda preocupación política, que comparte con los otros miembros del Grupo Espartaco, al que perteneció entre 1965 y 1968. Aquí, también, se puede proponer una lectura provocadora: los obreros macizos e impactantes de Ricardo Carpani como una influencia en algunos de los artistas mencionados arriba.
Lo interesante de Venturi es como su obra se va despojando de elementos y volviéndose más abiertamente caricaturesca con el paso del tiempo. Sus primeros cuadros tienen la solidez y la solemnidad de los retratos, y debo decir que no me parecen tan interesantes. Pero a partir de 1967 se nota una infusión pop en las formas, una progresiva caricaturización que a la vez se vuelve más política, más furiosa, más burlona. Ingresa un color vibrante y la figura humana se convierte en masas con cabezas o pies gigantes, en dientes, en intestinos. Hay algo que es urgente en esos cuadros, una descomposición apresurada, una mano dibujando acelerada.
A la vez, esto coincide con su creciente militancia política. En 1968 comienza a formar parte de un grupo de la Juventud Peronista de San Fernando, perteneciente al peronismo revolucionario. En 1970 se integra con su grupo a las Fuerzas Armadas Peronistas. En 1972, el 29 de julio, mientras trabajaba en la conformación del Peronismo de Base en la Provincia de Buenos Aires, es detenido. Lo retienen en Villa Devoto, en el buque Granaderos y en el Penal de Rawson, luego de la Masacre de Trelew. Torturado, interrogado, sometido a un simulacro de fusilamiento, Venturi, urgido por la carencia, comienza a dibujar y dejar registro de sus días en la cárcel, de la pequeñez de las habitaciones (que se prestan tan bien para el tamaño claustrofóbico de los cuadritos de historieta), la falta de privacidad, la tristeza, la violencia estatal a flor de piel y la esperanza de ser liberado. Comienzan algunas imágenes recurrentes: un zapato aplastando a un hombre, el preso yaciendo en la cama imaginando y fantaseando, las figuras encorvadas.
Una vez que Venturi es liberado gracias a la amnistía dispuesta por Cámpora en mayo de 1973, retorna a la práctica artística, pero con una gran diferencia: a partir de este momento se dedica casi exclusivamente al humor político y al dibujo. Venturi inicia por un lado una serie dedicada a la caricatura política, con ilustraciones de personajes nacionales e internacionales, de las cuales me interesa destacar la serie del Pacto Social, en la cual tótems monstruosos con la cara de José Ber Gelbard [Ministro de Economía entre 1973 y 1974], Ricardo Otero [ministro de Trabajo entre 1973 y 1975], Lorenzo Miguel [líder sindicalista de la Unión Obrera Metalúrgica], y otros participantes del mencionado “pacto social” del tardío peronismo, descansan, danzan sobre y aplastan a personajes comunes que se encuentran encorvados bajo su peso.
Por otro lado, comienza la serie que yo llamaría de “Rememoraciones y Fantasías del Encierro”, en la cual se puede enrolar sus frecuentes chistes sobre presos, y también su secuencia escatológica sobre el baño y la caca. En las primeras los presos se imaginan escapándose, inflándose con helio, pintando la pared de su celda y despistando a sus carceleros. La segunda muestra a personas en cuclillas encima de un agujero, una letrina, y revela una cadena de cagos: sobre su cabeza caen heces negras, mientras que ellas a su vez evacuan sobre los insospechados espectadores que observan en el agujero.[1]
Los primeros son una variación sobre los chistes acerca de la cárcel y el encierro, un lugar común en la historia del humor gráfico (son como los chistes de náufragos, aunque aquí el antagonista no es la naturaleza sino la sociedad), pero en este caso adquieren relieve cuando nos percatamos de la vivencia detrás de los mismos. Los del baño son aún más amargos y grotescos, no solo por la temática, sino por la encadenación perpetua a la que conduce el chiste: nunca solos, siempre observados, encasillados en una cadena en donde cagamos y somos cagados, condenados a tragarnos sapos.
Una pregunta que me realicé a la hora de escribir esto es ¿por qué el paso al dibujo? ¿Por qué adoptar el humor? ¿Por qué justo en ese momento, en esa inflexión personal y política del país? Pasar del arte comprometido políticamente, del intelectual revolucionario, al caricaturista mordaz, al humorista de la fealdad. El humor gráfico político encarna una paradoja: es humorístico, por lo tanto, tiene que hacer reír, tiene que tener algún grado de distorsión, ironía, sátira, tiene que producir un efecto cómico preciso que procede de sus mecanismos internos y del “arsenal” de efectos cómicos posibles. Por otro lado, es “realista” porque está vinculado a las figuras de la realidad política, a los cambios en la economía, la cultura, a la represión, la censura y la violencia política. ¿Era acaso para Venturi el humor político una manera de profundizar su comentario incisivo y a menudo descorazonador de la sociedad? ¿Una forma de militancia sardónica? Es cierto que Venturi comienza su obra humorística en el momento de mayor esperanza de la curva setentista, con Cámpora en el poder, pero en ella me parece observar, con la enorme ventaja que concede la perspectiva histórica y el diario del lunes, la misma energía que está en las fotos de Sara Facio sobre el momento social durante el regreso de Perón a la Argentina. En ellas se puede leer la esperanza, pero también el espectro del horror: uno no puede evitar preguntarse, viendo las fotos de jóvenes militantes peronistas haciendo la V y sonriendo con cautela, cuántos de ellos habrán sobrevivido para ver el final de la década.
Por otro lado, ¿por qué el humor en esos momentos de progresivo oscurecimiento de la situación política y social? Henri Bergson nos dice que lo cómico procede de algún tipo de automatismo, repetición y mecanicismo, de la observación de las personas como cosas. A la vez, concluye que la risa es un correctivo, que busca humillar y “poner en su lugar” a aquellos que se apartan de los condicionamientos de la sociedad. Lo cómico no debe despertar nuestros sentimientos, escribe. Freud habla del chiste como una forma de retorno de lo reprimido, vocalización de lo no dicho, que permite justamente por este breve exorcismo una expiación del temor.
Pero estas teorías no parecerían, creo yo, ajustarse por completo a los dibujos de Venturi. Menos aún si son leídos a la luz de su vida. No responden a la incógnita que vincula actividad política y actividad plástica. Los dibujos de Venturi parecen avizorar la derrota desde el principio. Hay en ellos algo así como una carcajada negra y desesperanzada. Si hay una vocalización de lo reprimido es prospectiva, y si hay correctivo es contra el propio productor y tantos otros como él, que leyeron esperanza en lo que terminó siendo fatal. En los dibujos de Venturi el único lugar donde se fantasea es la prisión, y la única fantasía es el escape, un escape hacia un exterior repleto de fealdad.
Me gustaría yuxtaponer la historia de Franco Venturi a la de Luis Jiménez, chileno, desaparecido en 1973 a pocos días del golpe que derrocó a Allende. Luis Jiménez cuenta con la tragedia de haber sido desaparecido dos veces. Primero en los setentas, y luego cuando se comprobó que los restos que habían sido entregados a su familia para que fuesen sepultados no pertenecían a Jiménez, a mitad de los 2000s. Nunca se supo, siquiera, cómo fueron las últimas horas de su vida y su asesinato. Su trayectoria fue reconstruida y recuperada por Jorge Montealegre en el libro que le dedicó en 2011.[2]
Jiménez traza un arco mucho más radical que Venturi. Dibujante de chistes infantiles e historias picantes en revistas humorísticas chilenas, a finales de los sesenta viaja a México a probar suerte en la industria de la historieta mexicana. Una vez allí viaja a Cuba y retorna marcado por la experiencia. Pronto vuelve a Chile, donde comienza a trabajar en la editorial Quimantú, proyecto del gobierno de Allende creado con el objetivo de “enseñar al pueblo” y promocionar sus políticas.[3] Publica en las revistas Cabrochico, La Firme y Ganso. Además, se enrola en el Movimiento de Izquierda Revolucionario, guerrilla de izquierda fundada en Chile en 1965 y que a partir de 1970 comienza un proceso de institucionalización e inserción política en las masas. En su doble condición de dibujante y militante participa en las acciones pedagógicas del gobierno de la Unidad Popular y de la organización política del MIR, adoptando el nombre de guerra de Benansio.
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Jiménez es particular porque su estilo de dibujo nunca cambia hacia una postura amarga o “sintoniza” con los tiempos violentos. Es siempre claro, infantil, colorido, destinado a niños, a quienes les relata, en la revista Cabrochico, famosas fábulas y cuentos de hadas cuyo mensaje original es reemplazado por un discurso solidario y de responsabilidad ciudadana. En ese sentido, parecería que su trazo no es “contaminado” por la situación política, mientras que en el caso de Venturi no podemos evitar leer su vida en los trazos de su obra. Sin embargo, su vida demuestra el mismo nivel de compromiso, y en algunas de sus tiras denuncia los monopolios y las acciones de los Estados Unidos. Quizás la diferencia procede de sus orígenes: uno de las artes plásticas ya radicalizadas de los sesenta, el otro de los riñones de la industria cultural. Lo que en Venturi es continuidad de un mensaje en diversos soportes y con diversas modalidades, en Jiménez es el anhelo de colocar los mecanismos y estilos de la cultura de masas al servicio de la revolución. Mutar a Blancanieves para que hable del socialismo democrático.
Creo que, para ir terminando, lo único que quería decir a través de estas palabras un poco confusas y atropelladas, es que, si hay algo que claramente los gobiernos militares de la región no tenían en cuenta a la hora de sembrar su campaña de terror, era la valoración estilística de aquellos artistas que eliminaron. Cosas como el estilo, la funcionalidad, el mensaje, el componente de espanto o de esperanza en el futuro que puede destilar un dibujo, les importaban muy poco. Era la militancia y la mera creencia en valores diferentes lo que producía la eliminación. El arte, como tantas otras cosas, era secundario. En ese sentido, creo que es interesante leer todas estas imágenes, inclusive las imágenes infantiles de Jiménez, como “imágenes jirón”. Porque no es solo la imagen producida in extremis, en resistencia y registro de la misma opresión, la que nos habla de esa opresión, sino que también es imposible leer las imágenes previas al horror fuera del contexto del cercenamiento de su vida. En otras palabras: los militares no eran críticos de arte y la misma inhumanidad aplicada a las personas era aplicada a las obras, buscando la eliminación física y, al mismo tiempo, la destrucción de la riqueza de esos trazos disidentes, consignados por igual al basurero de la historia.
[1] Mabel Grimberg nos desasnó, en la mesa, comentándonos que en las cárceles los inodoros frecuentemente son conductos comunicantes y que, en situaciones en las que los presos o presas necesitan hablar, vacían la taza para poder escucharse de piso a piso.
[2] Jorge Montealegre (ed.), Apariciones y desapariciones de Luis Jiménez. Santiago de Chile: Asterión, 2011.
[3] La Editorial Quimantú era de hecho la reconversión de la Editorial Zig-Zag que había sido expropiada por el gobierno de Allende. La editorial pertenecía a la familia Edwards, dueños de El Mercurio y uno de los principales actores en la planificación y ejecución del golpe a Allende. Zig-Zag publicaba los cómics de Disney, sobre los que Ariel Dorfman y Armand Mattelart escribieron Para Leer al Pato Donald. La experiencia (trunca) de Quimantú fue analizada por Manuel Jofré en Superman y sus amigos del alma (Galerna, 1974), junto a Ariel Dorfman.
excelente nota! desconocia totalmente a estos dibujantes