Por Amadeo Gandolfo
Hay una larga tradición en el mundo literario de “libros de biografías ficcionalizadas” que arranca, probablemente, con las Vidas Paralelas de Plutarco. Allí el escritor realizaba comparaciones entre una figura política, filosófica, militar o social griega y lo que consideraba su contraparte romana, intentando develar el carácter moral que los unía. Plutarco, como tantos otros, creía que Grecia era el espíritu rector de Roma y su obra estaba orientada a demostrarlo.
Ese formato de pequeña semblanza biográfica atravesó los siglos hasta finales del siglo XIX cuando Marcel Schwob, francés simbolista que escribía cosas cortitas y trabajaba para periódicos, se lo apropió para su libro más famoso: Vidas Imaginarias. La novedad de Schwob consistía en agregarle a las biografías escogidas (Pocahontas, Empedocles, El Capitán Kidd) elementos fantásticos, fabulaciones, reflexiones psicológicas y un cierto grado de ambigüedad tirante a lo fantástico. Los hiper-cortos relatos de Schwob, que fueron publicados en su mayoría en Le Journal entre 1894 y 1895, tuvieron una enorme influencia en el mundo de la literatura, específicamente en 3 autores latinoamericanos: Borges, Bolaño y Wilcock.
Historia Universal de la Infamia, sin lugar a dudas, es su descendencia más clara y famosa, el libro que lanzaría a Borges a la notoriedad, esa colección de relatos de criminales curiosos, de iniquidades que terminan siendo igualmente destructivas para aquellos que las emprenden que para sus víctimas, llenos de melancolía, circulares y en última instancia enigmáticos. Pero esta genealogía también se expresa en el maravilloso La Sinagoga de los Iconoclastas de Rodolfo Wilcock (miembro periférico, hasta su exilio en Italia, del círculo de Borges, Bioy y la revista Sur aunque la maldad interminable de los dos amigos le haya dedicado palabras muy poco halagadoras en el Borges de Bioy) en donde el sardónico y salvaje Wilcock reconstruye las biografías de una serie de personajes completamente delirantes en sus creencias y propósitos: hombres que creen que los disminuidos mentales son el pináculo de la raza humana; o que antes de la luna que vemos en el cielo existieron otras seis lunas; inventores absurdos de máquinas jamás construidas.
Finalmente, continúa en La Literatura Nazi en América, compendio de autores ficticios, extremos, parias, oscuros y siniestros (allí está el poeta aviador Carlos Ramirez Hoffman, torturador del régimen chileno cuya historia sería extendida en Estrella Distante). Bolaño, como Borges y Wilcock, construye una historia oculta, alternativa, de la literatura en América, que chapotea en los mares de sangre del continente, se codea con los golpes de estado, con la violencia y la muerte que parecen signarlo.
¿A qué viene esta, quizás, extensa introducción? Al último libro de Podeti: El Cartoonero, recopilación de una serie de tiras humorísticas vinculadas a las historietas aparecidas en la Fierro entre 2009 y 2013. Pero a la vez heredero de esta insigne tradición. Porque Podeti toma las exageraciones, absurdos, pequeñeces, controversias e idioteces del mundo de la historieta y las plasma en 30 biografías de autores inexistentes que llevan alguna de ellas hasta su extremo más absoluto.
Desde Jean Jacques Lasalle y su fascismo extremo disfrazado de incorrección política (y Vladimir Oupensky, su celebrador en la crítica) hasta Aaron Moorehead, infeliz y desafortunado guionista de historietas que se animó a decir que el guion es más importante que el arte, pasando por el inmortal Bollini, que no muere ni suelta su tira diaria cada día más plomo en la contratapa de un famoso diario y Solé, el artista autista que solo se comunica a través de sus tiras, incapaz de esbozar conceptualización alguna, Podeti construye un conjunto de retratos que ponen el acento en las tensiones que surgen en cualquier discusión sobre historieta.
¿Cuál es el lugar del fanático? ¿Cuándo y cómo es un plagio? ¿Qué hacemos con las obras que en su momento eran inocentes aventuras para niños pero hoy en día tienen un peligroso tufillo fascista o nacionalista? ¿Es más importante el arte o el dibujo? ¿Cuál es el límite de la transgresión en el cómic? ¿Cuál es la relación entre cómic y sexo? ¿De qué manera colar mensajes políticos en la historieta? ¿Hasta dónde un autor puede ser autobiográfico y hasta donde lo que produce es una estafa? ¿Cuál es el lugar de la tecnología en la historieta?
Por supuesto que todas estas preguntas están llevadas a un estado de paroxismo total. La magia de Podeti – y en ello es fiel a la tradición delineada arriba – es contemplar a la historieta como un bestiario, cuyos ejemplares imaginarios en realidad no se diferencian tanto de polémicas reales. Después de todo ahí tenemos a Alan Moore renunciando a sus derechos cinematográficos y evitando salir de Northampton, a Scott Adams convertido en un paranoico de derecha que cree cualquier teoría conspirativa, a Hideo Azuma desapareciendo por meses de su trabajo, su casa y su vida y viviendo en la calle y luego haciendo un manga sobre eso.
El libro de Podeti, por otro lado, no solamente se concentra en los dibujantes, sino que también extiende su pluma flamígera contra fanáticos, críticos, directores de cine que adaptan cómics, editores. En ese sentido es transversal y entiende que el discurso sobre la historieta no está construido solamente desde el artista, sino que es un ambiente incestuoso y lleno de roces entre diversos participantes a menudo combatiendo por su sentido.
Por otro lado, es este un libro de humor, y como tal funciona también. Por supuesto que, como todo libro de antología, hay columnas mejores y peores, o columnas que serán más del agrado de algunos y otras de otros. Pero como cualquiera que haya leído el blog de Podeti sabe, el historietista tiene una capacidad especial para narrar solo con palabras lo cual, por otro lado, se combina con su férrea decisión de mantener su dibujo feo, garrapateado, tembloroso, furioso, en el cual hace hasta las letras. Podeti escribe hasta cuando dibuja.
Entre mis favoritos se puede contar a Ernesto Canessa, el humorista desubicado, texto en el cual Podeti yuxtapone la férrea disciplina y producción de casas editoriales como las de Divito con las temáticas más inapropiadas, develando no solo la repetición de esquemas sino comentando sobre “los límites del humor”; Luziére, creador del Cerdito Bingo, tierno aventurero fascista; y Ayrton Galíndez, el peor editor del mundo, quién llegó a realizar revistas de “un metro y medio de largo por 23 milímetros”.
Allí radica la clave del humor de este libro: todos son unos salvajes, unos enloquecidos, unos tipos a los cuales la historieta los ha vuelto locos. Es en este exceso donde las contradicciones y combates alrededor de la historieta se vuelven más claros por contraste, por exageración y porque, en algún lugar, nos preguntamos ¿podrían estas cosas ser ciertas? Y Podeti plantea que la historieta te vuelve loco no solamente si trabajás en ella durante años en condiciones industriales, sino también si intentás plasmar tu visión de una manera pura (el caso de Solé) o si penás en los absolutos márgenes, en el detrito (Methuselah Sherwood y sus comics porno publicados por agrupaciones religiosas). Lo cual describe bastante bien el pasaje de ser un lector inocente a un fanático capaz de entablar combates interminables acerca de quién es el mejor Linterna Verde o si las revistas de antología han muerto o no. La historieta como virus mental, que afecta a lectores y dibujantes por igual.
Y, también, hay otra hipótesis en El Cartoonero: todo se trata de un enorme malentendido. De una manera incorrecta, ridícula, incompleta y fracasada de hacer, leer y escribir sobre comics. Muchos de los textos obtienen su gracia de la asignación de un valor desmedido a sus productores o lectores: Lucas Pagliaro intentando descifrar un guion a todas luces incomprensible, Tim Chadwick desarrollando un proyecto de tira perfecta que queda trunco, Walter Dartés y su intento de definir una historieta, masottianamente, como “texto visual”. Hay exceso pero también hay carencia, confusión, quilombos, gente que se cae por las escaleras y se parte la crisma.
Es por ello que El Cartoonero es una obra que, lejos de la apariencia descartable y pasajera que suele estar asociada a estos experimentos humorísticos (y que el autor refuerza desde su maravillosa imagen de portada), se construye en el entrecruce entre la literatura, la sátira, la crítica canalla y la historieta pura y dura. Y allí Podeti se ríe de todo y de todos pero también obtiene una radiografía punzante del medio que nos muestra cuantos de nosotros estamos desnudos.