Por Andrea Guzmán
El título de este texto, lo tomé prestado de la autora Lucía Brutta, una baterista, dibujante y reina del fanzine bonaerense a la cabeza del estudio Mafia. En Informe, la antología federal de la EMR, descubrí y me hice fan de su webcomic sobre aventuras de la vida nocturna donde, a lo Peter Bagge, presenta una serie de personajes que deambulan por la ciudad, quiebran y escuchan cassetes de punk. Pero lo que más me gustó, y en lo que pensé al elegir algunas historietas sobre música, fue la forma tan elocuente en que ella explica el título de esta serie: “’Un millón de bandas malas’ no habla sobre un millón de bandas malas, habla sobre lo que pasa cuando vas a ver un millón de bandas malas”. Leyendo y escribiendo sobre bandas, he pensado que a veces la música es lo menos importante. O, al menos, no lo es tanto como las historias. Y quizás por eso mismo, el periodismo de rock se ha vuelto cada vez más aburrido. Supongo que lo más elemental y lo mejor de la música que amamos no es cómo suena, sino lo que pasa cuando la escuchamos. Que habla de otra cosa. Es un testimonio fiel de la historia social y la cultura popular de una época. Y, por supuesto, y lo que a veces puede ser un poco demoledor, el soundtrack atemporal y determinante con el que vamos a recordar nuestras propias historias.
Noche de Rock
Si uno tiene el corazón roto, es muy fácil que termine borracho y apoyado en la pared de un concierto. Quizás, a eso se refería Kim Gordon al frente de Sonic Youth, cuando decía que lo único que nunca iba a cambiar internet era lo que provocaba en un ser humano ver una banda en vivo. En Podria ser peor, la pequeña compilación de Ana Galvañ, hay ancianas de luto que secretamente son parte de una secta metalera y hay aventuras absurdas que comienzan en un concierto de clarinete. Muchas de sus historias empiezan en conciertos y ella misma es una agitadora de la movida musical under española. Pero una de mis favoritas es el episodio “Noche de Rock”, presente en este libro. Una de las historias más lindas sobre ir a ver bandas de rock, y eso que no aparece ninguna banda. Ana Galvañ está loca y siempre te hace sentir en casa. Y uno, acostumbrado a maravillarse con sus perros muertos, sus panaderos asesinos y su descreimiento habitual, se encuentra de golpe con una historia sencilla, sentimental y, como siempre, narrativamente deslumbrante. Esta es la historia de la última media hora de una noche en la que uno tiene algún tipo de tribulación espiritual. Cuando ya se acabó la banda y la gente está bailando sobre el escenario, pero uno no se divierte demasiado. Todos hemos estado ahí y apenas en un par de páginas con imágenes poderosas, Galvañ te lo recuerda tan elocuente que llega a dar resaca inmediata. Una chica llorando con el rímel corrido. La fraternidad cuando comienza una canción que todos conocen. Una pareja que rompe. Una luz que se prende. Seguida de oscuridad total.
Baby’s in Black
Si hay algo más insolente que no ser fan de los Beatles, quizás sea atreverse a dibujarlos con la solemnidad del blanco y negro, pasándole por el costado a la lisergia multiforme a la que estamos acostumbrados. El joven alemán Arne Bellstorf, al menos, decía no ser un seguidor hasta que supo sobre las aventuras de la banda en Hamburgo, su propia ciudad. Pero más particularmente, sobre la historia de Stuart Sutcliffe, o el llamado Beatle perdido, primer bajista de la banda muerto a los 21 años, apenas unos meses antes de la salida de Love me do. Quizás lo mejor de todo esto, sea que ningún Beatle es el protagonista de esta historieta sobre los Beatles, sino la deslumbrante fotógrafa y artista alemana Astrid Kirchherr, vanguardista de su época, protectora de la banda en Hamburgo y pareja de Suttcliffe, que accedió a contar su historia. Para ser justos, esta historieta, como casi todas, no pasaría el test de Bechdel porque aunque la enuncia como protagonista, Kirchherr no abrirá la boca una sola vez para contar algo sobre su propia vida. Sin embargo, resulta emocionante imaginar que estos pasajes nacieron de su propia experiencia, filtrados por su visión y sus recuerdos personales de ese momento. A través de entrevistas reales con la chica que decidió desaparecer para no ser conocida solo como “la que inventó el peinado beatle”, se construye un sutil testimonio de época, de la bohemia de Hamburgo, la efervescencia del inicio de los años 60 y de unos tiempos que empezaban a cambiar en Europa.
Moonhead and The Music Machine
Como dijo sabiamente Leonard Cohen: somos feos pero tenemos la música. Y bien lo sabe este adolescente, porque nació con cabeza de luna. Los chicos, además pueden ser realmente creativos con el asunto del bullying e inventar grandes apodos como cabeza de cráter. Por eso, Joey Moonhead decide construir una máquina musical espacial para el concurso de talentos que les cierre la boca a todo el mundo. La inglesa Nobrow Press siempre da alegrías y a veces realmente quita el aliento con algunos objetos extraordinarios para atesorar. Recientemente este coming on age de Andrew Rae volvió a ser popular por su adaptación a obra musical, que seguramente no queremos ver, pero también por una hermosa nueva edición de tapa blanda que se presentó hace apenas un par de días. Una explosión de melancolía adolescente a todo color. Quizás un poco desactualizada para un joven millennial, demasiado blanco para el adolescente cínico que uno fue. Pero ¿por qué no? Tapas de discos imaginarios, instrumentos musicales de otro planeta y episodios oníricos donde uno casi puede oír y tocar la música.
Paraíso Punk Rock Bar
Javi Rodríguez es más famoso por su trabajo como colorista y dibujante de la Marvel, pero empezó en la revista El Víbora, dentro de las cloacas del “comic adulto” español. En ese tiempo se lo conoció como la versión española de los hermanos Hernández, por su inquietud por retratar protagonistas femeninas, o como sea que piensen los chicos que debería ser una chica punkera. Y, según lo que he leído, sus fans odian esta etapa más despojada, porque les parece demasiado amateur. Cuando lo vi en una vitrina durante mi único viaje a España, yo tenía 21 y estaba colgada con La educación de Hopey Glass de Jaime Hernández. Me encantaba, y un poco me ofendía, o quizás me identificaba, que para mostrar que Hopey es una slacker superada, ella se desinteresaba de la chica que le gustaba solo porque no conocía a Devo. Las chicas de Paraíso eran parecidas: apáticas, creídas y en tetas aleatoriamente sin ninguna razón, como más le gustaba a El Víbora. Pero también, había episodios mucho más justos con ellas: se drogaban y se divertían haciendo mosh, se bancaban entre ellas porque en el fondo eran lo único que tenían, y molían a piñas a chicos que se propasaban. Además, eran dueñas de su propio negocio, su casaclub personal, donde tenían aventuras que ubicaban a la España de los noventa, el desempleo, la poca información y terror al sida, los jóvenes perdidos intentando llevar adelante un emprendimiento. En este caso, las chicas tenían un bar de bandas punk y cada capítulo empezaba con una nueva. Con nombres tan feos como Pichiglase, un hibrido entre las glorias de la movida madrileña y el punk en español, que solo de verlas dibujadas se adivina cuan horrible pueden sonar un millón de bandas malas si cumples el sueño de tener veinte años y un bar de música a tu disposición.
Andrea Guzmán es periodista de cultura popular y masiva. Estudió Comunicación Social en la UBA y Cine en el CIC. Es redactora en el suplemento Radar de Página/12 y sus artículos han sido publicados en SOY y Rolling Stone Argentina, y La Nación, The Clinic, La Tercera y Revista Paula en Chile. Toca la batería junto a sus amigas en el power trío Ruidas. Es chilena, pero todo bien.